Pongo a continuacion fragmentos de un articulo del compositor sobre sus recuerdos de Schnorr:
Wagner escribió:
En cuanto á Schnorr, me participaban también que, á despecho de su gran abnegación por mí, no creía poder llegar á vencer las dificultades que ofrecía el papel principal en el último acto. Además, se me pintaba como grave el estado de su salud; me decían que estaba afligido de una obesidad que desfiguraba su porte juvenil. Esta última noticia fué la que peor me impresionó. Cuando visité por primera vez á Karlsruhe en el estío de 1861, volvió á agitarse el suspendido proyecto, gracias á la perseverancia amistosa de las buenas disposiciones del gran Duque; pero acogí con cierta repugnancia la proposición que me hicieron de entrar en negociaciones con Schnorr, contratado entonces en el teatro Real de Dresde. Declaré que no tenía el menor deseo de conocer personalmente á ese cantante, porque, dado su achaque, temía que las ideas grotescas evocadas por su presencia, pudiesen prevenirme contra sus méritos reales de artista hasta el punto de hacerme insensible á ellos.
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pasé una temporada en Biebrich, á orillas del Rhin, durante el verano de 1862, y de allí fuí á Karlsruhe con objeto de asistir á una representación de Lohengrin, para la cual había sido contratado Schnorr. Llegué secretamente; me había propuesto no presentarme á nadie, á fin de que Schnorr sobre todo, ignorase mi presencia, porque temía ver confirmados mis temores por la impresión repulsiva de su supuesta deformidad, é insistía en eludir toda relación personal entre nosotros, y en pasarme sin él. Pronto cambiaron esas disposiciones. Si la vista del caballero del cisne, al abordar á la ribera en su navecilla, me hizo el efecto algo extraño de la aparición de un Hércules juvenil, no bien se adelantó á la escena, obró sobre mí inmediatamente el encanto especial del héroe legendario, del enviado de Dios; era el personaje sobre el cual no se pregunta: «¿ Cómo es?», sino que se dice: «¡Helo ahí! » Esa impresión instantánea, tan profundamente penetrante, no puede compararse mas que á un hechizo; recuerdo haberla recibido de la gran Schroeder-Devrient, en los primeros años de mi adolescencia, de una manera decisiva para toda mi vida, y después jamás he vuelto á experimentarla tan poderosamente como en la salida de Luis Schnorr en Lohengrin.
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Sólo del tercer acto del Tristán, no dije nada á Schnorr (excepto mi explicación precedente del único pasaje que no había comprendido). Después de prestar la atención más sostenida á mis intérpretes, así con la vista como con el oído, mientras se ensayaban el primero y el segundo acto, una vez empezado el tercero, me desvié involuntariamente del espectáculo del héroe herido, tendido en su lecho de dolor, para abstraerme, inmóvil en mi asiento, con los ojos medio cerrados. Como no me volví una sola vez durante esa larguísima escena, ni aún al oir los acentos más vigorosos, y en cambio no hacía más que agitarme, Schnorr pareció experimentar alguna perplejidad ante la duración insólita de aquella indiferencia aparente. Pero cuando al fin me levanté titubeando después de la maldición de amor, cuando me incliné hacia ese admirable amigo que seguía tendido en su lecho, y abrazándole cariñosamente, le dije muy bajo, que me era imposible expresar ningún juicio sobre el ideal realizado por él, entonces centellearon de repente sus ojos sombríos como la estrella del amor. Un sollozo apenas perceptible... y después nunca volvimos á pronunciar una palabra seria sobre ese tercer acto. A lo sumo me permití demostrarle mi sentimiento con bromas por ese estilo: una cosa como ese tercer acto es fácil de escribir, pero verse obligado á oírsela cantar á Schnorr es algo fuerte; así que me sería imposible mirarlo encima...
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Todavía nos vimos libres de ella una hermosa noche, la última de los días que pa samos juntos. El Rey había pedido al teatro de la Residencia, una audición privada en que debían ejecutarse trozos característicos de mis diversas obras -Tannhauser, Lohengrin, Tristán, el Oro del Rhin, la Walkiria, Sigfredo y Los Maestros Cantores- todo cantado y ejecutado á gran orquesta bajo mi dirección personal. Schnorr, que oía entonces por primera vez alguna cosa nueva de mí, cantó por su parte con una belleza y un vigor asombroso la Canción de amor de Sigmundo, los Cantos de la Fragua de Sigfredo, el papel de Loge en el número escogido del Oro del Rhin y el de Gualterio de Stolzing en el fragmento más importante entresacado de Los Maestros cantores.
Sintióse como sustraído á los tormentos de la existencia, cuando después de una entrevista de media hora, á que lo había invitado el Rey, único oyente, de nuestra ejecución, volvió y me abrazó impetuosamente «¡Dios mío! ¡cómo bendigo esta noche! -exclamó-. ¡Ahora comprendo lo que fortifica tu fe!... ¡Oh, entre ese Rey divino y tú, será forzoso que yo haga también alguna cosa buena ! . . . »
...No era ocasión de seguir en tono serio. Nos fuimos á un hotel para tomar el te juntos. Nuestra conversación, en broma casi toda, rebosaba en tranquila jovialidad, y denunciaba una fe amistosa, una firme esperanza. « ¡ Vamos ! -decíamos-. ¡ Mañana vuelta á la mogiganga! ¡ Enseguida, libres para siempre! » Teníamos una confianza tan profunda en volver á encontrarnos de allí á poco, que nos pareció supérfluo y hasta extempóraneo despedirnos en regla. Nos separamos en la calle como si nos diésemos las buenas noches de costumbre; al otro día por la mañana mi amigo salía tranquilamente para Dresde...
Unos ocho días después de esa despedida, de que apenas habíamos hecho aprecio, me telegrafiaron la muerte de Schnorr. Había vuelto á cantar en un ensayo, teniendo que andar en constestaciones con sus compáñeros, que se asombraban de que aún conservase voz. Después sintió un terrible reuma en la rodilla, que lo condujo en pocos días á una enfermedad mortal. Los planes concertados por nosotros, la representación de Sigfredo, el temor de que pudiera imputarse su muerte al exceso de esfuerzos que exigía el Tristán, fueron las últimas preocupaciones de aquel alma luminosa, exhalada al fin.
Búlow y yo esperábamos llegar á Dresde á tiempo para el entierro de aquel amigo tan querido. Fué en vano, hubo que dar tierra al cadáver antes de la hora prefijada; llegamos demasiado tarde. A la misma hora, con un claro sol de Junio, la ciudad de Dresde, adornada de mil colores, salía á recibir á los viajeros que acudían á la fiesta universal de las Sociedades corales alemanas. El cochero que nos conducía, y á quien yo daba prisa para llegar al cementerio, me decía, tratando de abrirse camino con gran trabajo al través de la muchedumbre, que habían afluido cerca de 20.000 cantantes. «¡Sí! -pensé- ¡ pero falta precisamente el cantante! »