Hace ya mucho tiempo, demasiado, que no pisaba el Liceo. Desde La Gioconda de Saioa no lo pisaba, y fue una excepción. Pasaron ya esos años en los que no faltaba tres o más veces al año. Pasaron, como todo pasa. Todos éramos más jóvenes, yo era más optimista, o al menos eso es lo que tengo en el recuerdo. El mundo era apetecible y tenía ganas de comerme hasta las piedras.
Hoy en día, Barcelona, no es la Barcelona de hace 10 años, Cataluña, no es la Cataluña de hace 10 años, España, no es la España de hace 10 años y el mundo, no es el mundo de hace 10 años. Y yo, tampoco soy el mismo de hace 10 años, soy más viejo, más fofo, y con peor carácter. El pesimismo se me ha apoderado y tengo la firme convicción que nos vamos, todos juntos, al carajo. Y casi que me he sentado en modo contemplativo, a observarlo, reírme de él y esperar el desenlace.
Cualquiera tiempo pasado fue mejor.
Pero cuando se disfruta de buena ópera, que está entre las siete cosas de las que más me gusta disfrutar, la tristeza se convierte en alegría, el pesimismo en esperanza, la aflicción en emoción y el color del mundo cambia, como la voz de un mal tenor en el passaggio. Aún queda vida, aún quedan razones para pelear.
Yo, y no es exageración, necesito la música para vivir, y ayer me llevé un chute de vida, una recarga de esperanza. Y esto no acaba aquí. Tras dos meses en barbecho, desde la Bolena valenciana, sólo atenuados por un mediocre Cantor de México y una extraordinaria quinta de Mahler por la BRSO, se me presentan un diciembre y un enero llenos de previsibles gozadas, no al nivel de pastoso, que se ve tres óperas al día y en simultáneo, si no al de a una por semana. O casi. Amateur, que es uno.
Me senté en mi localidad, bueno, en una que fue la mía por okupación (obra y gracia del gran Tucker, inmenso en conocimientos y amabilidad, enorme en memoria y bonhomía), con la alegría de mi primer tríptico completo, con la esperanza de una función redonda, con el nerviosismo de un chaval que se abre a lo nuevo. Me acerqué a la obra con espíritu disfrutón, que había tenido que hacer juegos malabares para poder asistir, y no con espíritu criticón, que ese lo dejo para cuando alguien me jode el día. Luis Enrique lo intentó el día anterior, pero no pudo, porque yo decidí, por mí mismo, que tras perder con los chinos ya no nos merecíamos nada. Y la nada fuimos.
Que cuando uno toma las decisiones correctas, se inmuniza frente a contratiempos. Otra ventaja del pesimismo.
Y vaya si disfruté. El genio de Puccini elevado a la máxima potencia (frase de periodista que no sabe lo que es elevar algo a una potencia). Tres operones, con la musicalidad y la teatralidad inherente al genio de Lucca servidos en bandeja de plata. Tarde redonda: música excelsa, orquesta excelente, escena genial, interpretaciones magníficas y algunas voces soberbias.
La orquesta sonó como nunca, densa y tenebrosa en Il Tabarro, transparente y etérea en Suor Angelica, trepidante en la complejidad del caos organizado en Gianni Schicchi. ¡Qué gran trabajo el de Susanna Mälkki!. ¡Cómo se puede transformar una orquesta si se sabe dirigir! ¡Qué cosa!, ¡Que caso!, ¡Qué crack! Enorme.
¿Y qué decir de la dirección de escena de Lotte de Beer, muy bien apoyada en la escenografía de Bernhard Hammer y el vestuario de Jrorine van Beek? Soberbia. Cuando se innova, se renueva o se reinterpreta, pero con respeto a la obra, con sentido, con inteligencia y con trabajo, a veces salen puestas en escena como la de anoche. Bellísima, sorprendente, apoyando el devenir argumental fuera drama, emoción o comedia. El trabajo de dirección de actores, intensísimo y bien elaborado. Me encantó.
Susanna y Lotte prepararon el caldo sobre el que se guisó el banquete que paladeamos con placer. ¡Cómo me gusta alabar a las mujeres por su desempeño cuando alcanzan la excelencia! Me encanta. Y no por cuota o por decreto. De hecho, eso nunca lo hago. Los que lo hacen porque toca, es porque realmente no creen en su valía.
Voces, entre las tres obras, hay unas treinta más el coro. Se ha hablado mucho y bien ya sobre ellas, por lo que haré un ejercicio de concreción (si me sale).
Ambrogio Maestri, en el día de su santo, cantó muy bien. Il tabarro, con fraseo y con estilo, pero sin la fiereza y la mordiente que el papel requiere, lo sacó con buena nota. En Gianni Schicchi, lo bordó. Interpretación portentosa, haciendo una recreación del personaje que nos metió en la historia enganchándonos en el ritmo trepidante que marcó Puccini. Y es que el bueno de Ambrogio es más de dolce vita, que de dar miedo.
Lise Davidsen tiene un cañón de voz que atraviesa planchas de acero. Abruma a sus partenaires que no mantengan la gallardía de enfrentarse a un huracán de potencia bien timbrada. Cierto que puede mejorar en la dicción y la interpretación puede ser más sentida, pero eso es sólo por ponerle un pero. Es un portento de metro noventa (cómico el baile con Pablo García-López) de facilidad inaudita, de potencia infinita.
Brandon Jovanovich, cuando no hay que forzar, pasa de perfil. Cuando sube al agudo, ahí sufrimos todos y con motivo. Veremos en enero que nos viene a Valencia de Laca en Jenufa. Ahí quizás se le note menos el flojeo.
Mireia Pintó fue la fija discontinua de la noche, por lo que no computa como parada. Floja discontinua, tanto, y sobre todo, como Frugola, como hermana Celadora y como Ciesca.
Voy a entretenerme un poco con Ermonela Jaho. La albanesa es una actriz, con mayúsculas, un portento teatral. Quien no se emocione con su interpretación, es que no tiene alma. Nos dejó a todos con el corazón encogido, y eso merece un Bravo muy fuerte. Carga con el peso de Suor Angelica sobre sus frágiles hombros y nos desarbola. Impresionante.
Pero cantar es otra cosa. Tiene una voz mate, oscura, pequeña que luce, sobre todo, por arriba. Claro que Suor Angélica tiene una orquestación liviana y se adapta perfectamente a una voz como la suya. Yo la había visto en Berlín en una Rondine, donde la orquestación es mucho más densa, y a duras penas se le oía en medios y graves.
En cualquier caso, actuación de referencia en lo interpretativo, en una ópera preciosa en la que se mete al público en el bolsillo por emoción desbordante. Interpretación de cristal. Eso es muchísimo.
Daniela Barcellona es maravillosa. Me encanta. Fría, dura y despreciable como Princesa, divertida y pizpireta como Zita, sólo unos minutos después. Su dúo con Ermonela, bellísimo, emocionantísimo.
Destacar también a la favorita de Tunner, Mercedes Gancedo como Suor Genovieffa. Aunque me enteré de quién era porque me lo chivó Tucker. Como todas las monjas van iguales…
Aún me quedan unos cuantos de esa obra coral que es Gianni Schicchi, dónde todos actuaron espléndidamente, en una coreografía trabajadísima, y el resultado fue muy bueno. Pero sólo me pararé en dos, la pareja enamorada.
La Lauretta de Ruth Iniesta, impecable. La maña es una muy buena cantante lírica, que nunca me ha decepcionado, y la he visto un puñado de veces.
Y el Rinuccio de Iván Ayón-Rivas. Hermosa voz no falta de proyección, a la que estaremos atentos.
Coros y danzas redondearon una noche mágica, de las que cuesta conciliar el sueño, de las que grabo en mi retina para regurgitar, cual rumiante, y paladear en el recuerdo. De las que me hacen creer que vale la pena seguir luchando y esperar a que llegue otra tarde parecida.
Y, por supuesto, repitan conmigo: ¡¡¡Viva Puccini!!!
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