Nada creo poder añadir a lo que críticos más autorizados que un servidor ya han escrito estos días sobre el último espectáculo ofrecido por el coliseo lírico madrileño: una interesante propuesta miscelánea (salvo por el tema de fondo, poco tienen que ver las dos obras elegidas) formada por la
Jeanne d'Arc au bûcher, de Claudel y Honegger, y
La damoiselle élue, de Debussy. Obra importante, trascendente, monumental la primera; anecdótica, intimista y exquisita la segunda; ambas raramente programadas por estos lares y, sobre todo, nunca representadas escénicamente hasta el presente estreno en el Teatro Real de esta coproducción con el de Frankfurt. Aunque lo cierto es que tampoco se ha ganado demasiado con ello, pues a pesar de los aciertos de la propuesta escénica (que los hubo) fue imposible romper el estatismo implícito en ambas piezas (una cantata y un oratorio dramático).
Remito, por ende, a dichas críticas, aunque sí me gustaría añadir la siguiente reflexión, que quiere ser (además) una denuncia: en la propuesta escénica, como ya suele ser habitual, se volvió a manifestar un desprecio absoluto hacia buena parte del público (entiendo que la de menor poder adquisitivo), beneficiando, por encima de todo, la "iluminada" visión que el
regisseur de turno (en este caso Ollé) tiene del espectáculo. Todo él se desarrolló con un teloncillo transparente que ocupaba la mitad superior del hueco escénico y cuya estructura inferior maciza (que coincidía con el suelo de los decorados de la parte celeste) recorría todo el escenario de lado a lado, impidiendo ver lo que había detrás. De modo que muchos (en las zonas altas del teatro) tuvimos que conformarnos con imaginar lo que estaba ocurriendo detrás de esa barra o limitarnos a mirar hacia las pantallas laterales de la sala principal para poder ver la cabeza de Juana/Cotillard, que era lo que siempre aparecía cortada, dada la altura a la que colocaron a la actriz durante la mayor parte de la función. En resumen: como si no fuera bastante con los obstáculos arquitectónicos y puntos ciegos que el teatro (por su propia estructura) ya le ofrece a una parte del aforo, a ello debemos añadir también los derivados de las "genialidades" que pergeñan los directores de escena, en las que suelen introducir muchas reivindicaciones políticas sobre injusticias y desigualdades, aunque luego sólo parecen pensar en quienes se pueden comprar localidades más caras y, por tanto, de mayor visibilidad. Suma y sigue...
Fue gracioso (y un tanto sorprendente) comprobar, eso sí, cómo cierta parte del público se removía en sus butacas incómoda, cuando vio lo que llevaban colgando algunos actores, sin saber que se trataba de prótesis y no de realidades tangibles. Es decir, que todavía hoy sigue habiendo quien cae en la trampa (facilona por otra parte) que algunos registas utilizan para
épater le bourgois y conseguir las correspondientes reseñas extras en los medios informativos. O quienes consideran que un recurso crítico/irónico tan facilón y burdo como éste --que ya está, por otra parte, en el nada sutil libreto de Claudel, donde los malos son cerdos, asnos y borregos-- resulta "demoledor" (como dice Gabriel Ramírez, en esta
reseña publicada por
El Correo de Andalucía).