El microcosmos de esta película es una babel turbulenta donde franceses, hispanos, italianos, norteamericanos y alemanes se toleran con dificultad, atrapados en un pueblucho marginado llamado Las Piedras, del que no pueden escapar: no hay trabajo, no hay dinero, hay deudas con la justicia en otro sitio. Están allí por conveniencia, adormilados por el calor, atontados por el paludismo, tambaleantes por el licor. Cucarachas, moscas, vendedores ambulantes, mujeres de ojos tristes, niños solicitando una limosna: amarga, intensa y precisa es la descripción que Clouzot hace de este lugar de paso, y gracias a ella tenemos claro de dónde vienen los protagonistas, ya sabemos porque quieren irse, ya podemos anticipar que les va a ocurrir. Por aquí se posaron los ojos de Sam Peckinpah para hacer su Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), no hay duda. El tono de ambas películas es igual: cínico, desolador, sin esperanza.
Lo que encontramos aquí es una dura historia sobre la prueba que cuatro hombres deben sortear para -antes que probar su valentía- liberarse del peso de sus culpas. A manera de un purgatorio colectivo en el que al final quizás les espere la esquiva redención, cuatro extranjeros son seleccionados por una compañía petrolera norteamericana -la Southern Oil Company- para transportar dos camiones repletos de nitroglicerina por los polvorientos e irregulares caminos del lugar hasta un campamento petrolero en llamas, a trescientas millas del poblado. Antes que recibir un salario por arriesgar su vida, ese dinero que se les ofrece es ante todo una salida, un pasaporte a un futuro acaso mejor. Mario (Yves Montand), Jo -un ganster francés- (interpretado por el gran actor Charles Vanel), el albañil italiano Luigi (Folco Lullí) y Bimba, un piloto alemán (Peter Van Eyck) ya están condenados en vida y para ellos morir es tan sólo -aparentemente- un asunto de tiempo. Dios los ha olvidado, ya no le temen.
Clouzot no puede evitar reflejar en El salario del miedo lo que pensaba y profesaba. En los instantes iniciales de la cinta, fuertes ataques misóginos se concentran en el papel de Linda -interpretado por su esposa, la brasileña Vera Clouzot- que se arrastra sumisa y sensual por el piso para besar las manos de Mario, la mismas manos que más tarde la golpearán, en una actitud machista que ella misma parece haber promovido. De igual manera el director abre la puerta al homosexualismo latente que reflejan los demás compañeros de viaje, pero su aproximación al tema fue lo suficientemente cauta como para no llamar la atención de la censura con ese tipo de abordaje.
Pero donde si es radical la posición del director es en el tono de denuncia de los abusos de la explotación norteamericana del campo petrolero local, que mantiene sumida en la pobreza a la región, mientras obtiene pingües ganancias. Cuando la cinta fue presentada en Estados Unidos en febrero de 1955 estos segmentos -junto a otros también aparentemente polémicos- fueron censurados y cortados, por considerarlos antinorteamericanos, en una época en la que la sensibilidad sobre el tema estaba a flor de piel. En total se excluyeron cuarenta y tres minutos de cinta -el veinte por ciento del filme- una verdadera muestra de la intolerancia, prejuicios y temores con los que se vivía en ese instante, con el rojo fantasma del comunismo a la espalda. Además el final fue alterado, pues una historia sin final feliz, al parecer, no era aceptable para el público de ese país, que acompañó masivamente con su presencia a la película. Pero el éxito económico, no compensa el fracaso estético que implica alterar el final de una cinta, simplemente por pensar que el espectador europeo y el norteamericano son diferentes. El mensaje de El salario del miedo queda trunco sin su final original, convirtiéndose entonces en una narración convencional y plana.