El Don Carlos de la frustración más total. O cómo Claudio Abbado hace todo lo que está en sus manos para dar una lectura referencial de la obra, tanto en el aspecto teatral como en el musicológico, y no hay forma. Pero de ninguna manera.
El milanés narra la obra desde la orquesta como sólo él podía. La articulación del relato y el equilibrio entre la vertiente romántica y la política, la íntima y la pública, de una ópera tan larga y polifacética son de una coherencia modélica. Además, el evidentísimo CTRL+C CLTR+V de toda la grabación (hecha en dos tandas de tomas con año y medio de diferencia) se les nota muchísimo más a los cantantes que a él, tal es la coherencia y precisión de los tempi. Y luego, sin duda, está el francés: el libreto original es tan superior a la versión italiana y encaja tanto mejor con la música que no deja de dar cierta pesadumbre el modo en que este título verdiano, en el fondo, lo ha jodido la cortedad de miras del tradicionalismo de siempre. Ahora que sabemos idiomas (y nos interesa la integridad, o eso decimos), ya no hay repartos.
Los problemas de Abbado (y su orquesta, que está SENSACIONAL) comienzan sin embargo con la propia producción, que en vez de ofrecer la versión francesa íntegra, opta por grabar la edición modenesa en 5 actos con la letra en francés y luego incluir en apéndice los números franceses que no cupieron en esa versión (uno querría pensar que la responsabilidad de esa filología ma non troppo fue más de la Deutsche Grammophon que del propio Claudio). Y es una pena, porque los números "añadidos" están excelentemente narrados. El coro del invierno da físicamente frío y hambre, el ballet en manos de Abbado es fulgurante y en las bellísimas escenas recuperadas del acto IV nos lleva una vez más al mejor Verdi. Lástima que se optara por no imbricar todos estos números en su momento dramático correspondiente.
Y luego viene el reparto y lo arruina todo. Ante todo, tienen un problema general: que su francés es TAN MALO y acercarse a una fonética gala decorosa les supone un esfuerzo tan evidente que de fraseo olvídense. Y luego, voz a voz, las cosas van de forma bastante regulera.
Domingo es el que más el papel está, pese a la idiomaticidad problemática y los agudos ora fórceps, ora Tarzán, ora resueltos en la edición de sonido. Katia Ricciarelli, con perdón, no es la que peor está. Y eso que no está bien: el agudo está muy tasado y la línea está de mírameynometoques, cosa evidente en algunos momentos abiertamente fallidos (Ô ma chère compagne, en especial la primera vuelta, inicio del cuarteto), pero en otros momentos (el peligrosísimo dúo del segundo acto con Carlos, el dúo final) se rehace decorosamente. Incluso Toi qui sus le néant (que era imposible, con ese instrumento, que fuera un diálogo spinto con la trascendencia y la historia, pero que la soprano, muy bien dirigida por Abbado, convierte en una especie de oración íntima) termina siendo un número hermoso. En todo caso, siempre es mucho más la sombra chinesca de la reina que un sincero retrato de la misma. Ruggero Raimondi tiene esa voz y esa emisión suyas tan poco regias, pero además, cosa rara en el sensible artista que fue, canta un Felipe II ausente y monótono, que ni siente ni padece. A Ghiaurov, con lo que había sido, da penita escucharle en este agotado y vociferante Inquisidor. Lucia Valentini-Terrani, absolutamente equivocada de ópera y estilo y llevando al límite su delicada vocalidad, se salva en las semicorcheas de la canción del velo pero naufraga sin remisión en el Ô don fatal et détesté. Y finalmente Nucci, con aquella voz como sin terminar de hacer que tenía en aquella época y una afinación y un francés ruborizantes, está de museo de los horrores.
El coro de la Scala, hay que decirlo también, es un BUEN coro, pero, aparte de que cantar en francés les desarma como kryptonita (no se les entiende lo que viene a ser NADA), eso de que llevan Verdi en los genes y a Italia entera en el alma y en cuanto abren la boca aquello suena como verdaderamente "debe ser" es un P*TO MITO de la chovinista crítica italiana, similar al de la Wiener Singverein que Karajan coló durante 30 años.
Un disco que de haberse grabado de arriba abajo el mismo mes, con Scotto, Bruson y Verrett y con más ensayo y trabajo de acentuación sobre el papel de Raimondi, habría constituido un hito verdiano a la altura del Macbeth y el Simon Boccanegra, si no mayor, pero cuyo reparto, fuera por malas elecciones, baja forma, desinterés o incapacidad general de cantar en francés fraseando, quedó en lo que quedó.