Auditorio de Zaragoza, 10 de diciembre
El concierto del pasado martes venía marcado por la noticia de la próxima desaparición de la Orquesta de Cadaqués, formación habitual en las últimas temporadas del Auditorio –la orquesta “de cada mes”, en afortunada expresión de un ilustre exforero con el que coincidí. El de Zaragoza se ha convertido así en el primero de sus tres conciertos de despedida (los otros dos en Madrid y Barcelona) y tenía, por tanto, un plus de emotividad. También ha sido un merecido homenaje a esta empresa con características muy particulares y trayectoria casi milagrosa en nuestro panorama musical.
Con todo, fue una gran velada no solo por sus aspectos sentimentales. La primera parte nos dio la oportunidad de disfrutar del K. 622 de la mano de Martin Fröst, afamado clarinetista dotado de una técnica asombrosa (¡cómo sostiene y maneja la columna de aire, si es que parece que toca sin dedos!) que hace una lectura de Mozart galante, bellísima en lo formal, con unos movimientos externos llenos de vitalidad y sentido rítmico y un adagio extático, con dinámicas, regulaciones y silencios casi inhumanos. Alguno podrá convertir esto último en reproche, pues efectivamente la de Fröst no es una interpretación impregnada de humanismo, ni desborda en intensidad poética, pero su lectura es muy coherente y alcanza los mayores niveles de excelencia. La Orquesta de Cadaqués se encuentra en su salsa en esta pieza de modesta instrumentación, dialogando con el clarinete en frases ligeras, casi cantadas por unas cuerdas sin apenas vibrato. Sus músicos no son de primera fila, pero hacen bien su trabajo y esta noche sonaron especialmente entregados. Al terminar la obra, el clarinetista sueco nos regaló una pieza de lucimiento que no se identificar.
La segunda parte fue harina de otro costal. La Missa Solemnis es un desafío colectivo de enorme envergadura. En alguna ocasión he debatido en este foro sobre las enormes dificultades de dar coherencia a una obra que Beethoven parece haber compuesto como si de una batalla personal se tratara. La Orquesta de Cadaqués abandona con ella su zona de confort, se multiplican los atriles, ingresa en la sala la siempre comprometida sección de viento metal. Gianandrea Noseda procura llevarla a un terreno más próximo a las versiones de Gardiner o del primer Harnoncourt, evitando una densidad inalcanzable para la formación que dirige. Algunos pasajes, como la maravillosa transición entre el Sanctus y el Benedictus, se resienten de la falta de firmeza de la cuerda grave. En el Gloria, la intensidad demandada por Noseda se convierte por momentos en descontrol. El propio director parece moverse a veces entre dos aguas y el Credo se convierte en una sucesión de episodios que en ocasiones caen en la trivialidad (Et incarnatus). Con todo, el balance final es positivo gracias a la solvencia del Coro Estatal de Letonia –salvo alguna estridencia de las sopranos- y por la claridad con la que Noseda aborda el Agnus Dei, con diferencia la parte mejor interpretada de la Misa. En el cuarto de voces solistas, destacó la mezzo Lesya Petrova –aunque uno siempre tiene en la cabeza las extraordianrias interpretaciones de Christa Ludwig. Decepcionó una Ricarda Merbeth que hace no mucho se vendía como nueva estrella del firmamento wagneriano, alternó Josep Bros las de cal y las de arena, y pasó sin pena ni gloria el norteamericano Steven Humes, casi inaudible hasta su introducción en el Agnus.
Aun con los peros expresados, buen estreno por mi parte de una temporada del Auditorio que se prevé espectacular.
_________________ Para saber mucho: vivir muchos años, caminar muchas tierras, leer buenos libros o conversar con amigos sabios y discretos. (Baltasar Gracián)
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