Es que las rancias es lo que tenemos. Que somos rancias. Que podríamos ser, no sé, cheerleaders (ahí con los pomponcitos, lo monas que estaríamos) y entusiasmarnos gane que gane. Dame una O! Dame una... SCAR! OoooooooSCAAAAR! O si no, monjes Shaolin, que el rollo de los Oscar no tiene pinta de apasionarles como si se tratase de una carrera de galgos (de hecho, tampoco las carreras de galgos tienen pinta de apasionarles como si se tratara de carreras de galgos). O cactus haciendo la fotosíntesis en un páramo de Nebraska, que ni sienten ni padecen y solo sospechan que algo ha cambiado en el mundo porque cada vez van más señores con moto, barba y camiseta de Trump a hacer barbacoas al aire libre americano.
Pero no. Somos rancias. Y como decía Chus Lampreave de las Testigas de Jehová en Mujeres al borde de un ataque de nervios, las rancias "es lo que tenemos". Que se hace todo muy muy superchupi para que el orbe flipe de admiración y dé gracias a Dios y a los padres fundadores de América por la existencia del cine, y vamos nosotras y decimos que uff, que qué pereza, que vaya horterada van a ser los Oscar de este año. Es que somos rancias.
Porque no me dirán que haya algo que pudiera haber sido más HappyDeLaVida que premiar a La La Land, aunque sea una película que carece del obligatorio final felicísimo hasta lo diabético que cabría esperar de un musical vintage. La La Land, un film de factura brillantísima que, sin resultar trascendental, te saca de la sala con una melancólica sonrisa, es una celebración de una forma de entender el cine que revela, en ello mismo, su propia debilidad. Es un homenaje a Hollywood como "fábrica de sueños" y la época en que ello más cierto fue. Pero al mismo tiempo, eso implica una confesión implícita de que ese cine no existe ya, y quizá no deba. Habiendo pasado más de treinta años desde la conmovedora reflexión de Woody Allen sobre la capacidad ensoñadora del cine en La rosa púrpura del Cairo, pensar que en 2016/17 lo que el espectador necesita para ser absolutamente feliz es glucosa y autohomenaje es, cuando menos, ingenuo. Por eso, todo estaba preparado para que ganara La La Land, el planeta disparara fuegos artificiales y se quedase el cosmos entero traspuesto de la emoción. Salvo las rancias.
Lo que pasa es que, en la MAYOR CAGADA DE LA HISTORIA de estos premios (que no es que sea historia-historia en plan Luis XIV y el Imperio Carolingio, pero ustedes me entienden) resulta que en el sobre no ponía eso. O no era ese sobre. O no se sabe bien. Pero después de que lo que queda de Warren Beatty y lo que queda de Faye Dunaway anunciaran como ganadora a la mejor película a La La Land, y se montaran allí toda la fiesta con la Emma Stone, y Ryan Gosling (qué adorable, pero qué NADA MÁS que adorable, Ryan Gosling), y los productores y todo, aparece un regidor con cascos, la lía por detrás y hace que el propio productor de La La Land, en su discurso de agradecimiento, tenga que decir que "upsss... muchas gracias... pero vaya... parece que no hemos ganado... ehmmm... ¿estáis los de Moonlight por ahí? Es que igual habeís ganado un poco vosotros...".
La inconmensurable metedura de pata (parece ser que la explicación ha consistido en que a Warren Beatty, en vez del sobre correcto, se le dio el duplicado de seguridad del sobre del Oscar a la mejor actriz, donde ponía "Emma Stone - La La Land") ha convertido en anticlimática tanto la derrota de La La Land, con sus productores mostrando una inusual deportividad que no alcanzaba a sus enfurruñadas estrellas, como la desacompasada victoria de Moonlight, con lo touching y emotional que el momento estaba destinado a ser. Y así, las rancias, que somos como somos, y felices que deberíamos estar por la victoria de la (no obra maestra, pero interesantísima) Moonlight sobre un musical encantador y fastuoso pero que se agota bastante en sí mismo, tampoco estamos satisfechas. Porque molaba mucho que ganase Moonlight, y molaba algo menos que ganara La La Land, pero desde luego lo que menos molaba es que cualquiera de ellas ganase así.
Por detrás quedan los debates de unos premios interpretativos excesivamente previsibles, y sobre todo, una tensión que no mola nada (o sí) en la industria cinematográfica de un país que acusa signos nada edificantes de una profunda división. Dos debates que en realidad son uno solo. Porque el año pasado, la campaña #OscarSoWhite apuntaba a una división entre minorías infrarrepresentadas, infranominadas e infrapremiadas y unas élites blancas cuya empatía con esas minorías era (se denunciaba) meramente formal y cosmética. Pero este año, el fenómeno Trump (que Hollywood parece muy unido en odiar) no se ha preocupado ni medio segundo en fingir ninguna empatía ni formal ni cosmética ni nada parecido con las minorías. Y ello ha polarizado las opiniones y soliviantado los ánimos, de tal forma que la exigencia de nominaciones y premios a artistas negros se ha reclamado en términos mucho más crudos que anteriormente. Y por muy feliz que ha sido una servidora viendo un musical luminoso y un drama serio sobre un negro gay camello y su deconstrucción, la rancia que hay en mí se rebela ligeramente ante la tendencia a que se institucionalicen, casi como géneros, el "cine de blancos" y el "cine de negros". Ya les he dicho que soy rancia, no pongan esa cara.
Todo ello, por supuesto, ha incidido en unos premios interpretativos que eran tan previsibles, precisamente, por una adecuada lectura de esa lógica racial/minoritaria. Habían dicho los profesionales negros que, después de lo del año pasado, o se llevaban un cacho grande del pastel o la iban a liar megapetarda. Y como Viola Davis, aparte de que está muy bien en Fences, fue horrendamente agraviada en 2012 por The Help para darle (por fin) el tercer Oscar a Meryl Streep por imitar a Margaret Thatcher (y elevarla así a la categoría de leyenda viva), premiarla en esta ocasión se había convertido en una exigencia de mínimos para garantizar la paz social. Y así ha sido. Pues vale. O sea, no me entiendan mal; Viola Davis es estupenda, pero estaban igual de bien o mejor Naomie Harris como la disfuncional madre del protagonista de Moonlight (pero claro, cuando eres británica de padre jamaicano y madre de Trinidad, serás negra, pero no eres negra-negra a los ojos de los americanos) y la siempre olvidada (y al loro que ya van unas cuantas) Michelle Williams en Manchester by the sea.
Garantizada así la calma interracial, la victoria de Casey Affleck (que me cae como muy mal, pero es bastante mejor actor que su hermano) tiene cierta lógica cinematográfica (aunque a mí ese exceso de contención que se trae en Manchester by the sea, en plan "fíjate la cantidad de cosas que me pasan por dentro mientras no expreso ninguna, no vaya a ser que me cales" no me ha terminado de convencer) y también extracinematográfica, porque premiar a Denzel Washington por Fences (en la que hubiera sido su tercera -¿estamos MAJARAS?- estatuilla), tras haberle dado uno de los Oscar más vergonzosos ever por Training Day (mayormente por ser vos quien sois, así de morenito), hubiera sido un exceso desacreditador de los premios. Pero con la pelota muerta en el área, ha vuelto a marcar para el equipo colorado Mahershala Ali por el camello veterano de Moonlight, un premio muy merecido además de políticamente apropiado. Y finalmente, Emma Stone, que sostiene con su naturalidad y encanto casi todo el peso de La La Land, ha sido un premio hollywoodiensemente inobjetable, aunque la mejor encarnación femenina del año (por muchísmo) ha sido la de Isabelle Huppert en Elle. Pero premiar a francesas por una película en francés ya no es In. Marcador al final: los dos protagonistas blancos, los dos secundarios negros. Asumible. Hollywood hace sus deberes y el malo sigue siendo Trump.
Por encima de los premios técnicos más o menos bien adjudicados, espléndido me ha parecido el triunfo de Damien Chazelle como mejor director por La La Land. Es que hay que dirigir ESA película. Coreografías complicadísimas, espléndido uso de colores, música con significado dramático, bailes, flashbacks, magnífica dirección de actores... La La Land puede entusiasmar o no (aunque es muy difícil que no agrade), pero el oficio del artesano de historias, el arte de "fabricar sueños", es precisamente lo que Chazelle hace en ese trabajo. Lo cual, en un mundo donde soñar cada vez parece más difícil (y más ante un futuro que parece tan sombrío), es muy de agradecer. El año que viene sabremos si hemos podido seguir soñando.
_________________ Die Wahrheit ist bei mir, Mandryka.
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