He estado viendo este fin de semana el reciente "Guillaume Tell" del Covent Garden, que tanto polémica había levantado entre el virtuoso público
british . El conjunto no está mal. Del reparto vocal, el elemento más destacado es el protagonista de Gerald Finley, quien cuenta con una voz muy adecuada para el papel, con un centro robusto y ancho (más de lo que yo le recordaba), y un timbre viril y contundente. La emisión es bastante aceptable, con alguna tendencia a la nasalidad (en este caso aprovechando la particular fonética francesa), muy evidente por ejemplo en la gran frase
Mortelle disgrace del cuarteto del tercer acto. El personaje, que recoge la gran tradición de la
tragedie francesa, se expresa sobre todo a través de un declamado amplio, heroico y noble, que Finley hace suyo, componiendo un Tell apasionado y perentorio, de gran eficacia escénica. En el aspecto expresivo, no se deja tentar, si bien a veces esté en el filo, por el desparrame verista, aunque convendría que cuidara en la pronunciación el exceso articulatorio de las consonantes oclusivas. En conjunto, una buena prestación, con una versión muy estimable y muy sentida de su momento solista,
Sois immobile.
El tenor americano John Osborn, uno de los contados tenores habituales que pueden afrontar con ciertas garantías el personaje de Arnold, ofrece aquí la versión más floja de las varias que le he visto del papel. La voz está perdiendo frescura y esmalte, lo cual se pone de manifiesto ya desde el principio, en el dúo con el barítono. Va y viene, sin cogerle el punto en ningún momento, y el cantante tiene que ir sorteando los peligros como puede: abriendo el centro y el primer agudo, empujando, forzando, pero sin encontrarse a gusto en ningún momento. En su aria del cuarto acto, empieza con un buen recitativo, sigue con un aria problemática (para irse al agudo recurre al
falsettone), y concluye con una cabaletta regulera pero con final feliz, con un agudo pillado un poco de soslayo pero que consigue mantener a base de una buena ración de gónadas.
El trío protagonista lo cerraba una muy floja Marlin Byström en el papel de Mathilde. La voz parece importante, pero la cantante es rudimentaria y pedestre. Su canto se reduce a una retahíla de sonidos guturales, fuera de sitio, descontrolados y estridentes. Una “ejecución” en toda regla lo que ofrece de su escena solista del tercer acto (una de las joyas de la partitura), resuelta a grito pelado, al igual que sus intervenciones en el concertante que cierra ese mismo acto.
Buen nivel el de los secundarios, que en esta obra casi nunca cumplen las mínimas expectativas, sobre todo en el sector grave: salvo Halfvarson (Melchtal), que está en las últimas, tanto Vinogradov (Walter), con una voz de timbre muy agradable, como Courjal (Gessler, personaje habitualmente masacrado), no constituyen el habitual atentado a los oídos del respetable. Cumple con holgura Fomina como Jemmy, y más flojos Enea Scala como el pescador (con la voz empotrada en la nariz en los ascensos al agudo), y Shkosa como Edwige, ésta completamente sorda y ahogada en su particular simulación de una voz de mezzo.
Magnífica, como era de esperar, la dirección de Pappano en una obra que conoce (y ama) a la perfección. Ya desde la obertura, diferencia muy bien el mundo bucólico y puro de la naturaleza, enfrentado al mundo violento y salvaje del invasor. En ese sentido, por ejemplo, es curioso cómo en la escena del primer acto de la bendición del amor conyugal, la música adquiere una significación casi religiosa, realzada además por la puesta en escena, que muestra la intensa unión, incluso en su sentido más físico (todos los personajes se embadurnan de tierra), entre los campesinos y el suelo que les da el sustento. La orquesta y el coro lo secundan admirablemente, tanto en los momentos más delicados (estupenda la gradación dinámica de las trompas fuera de escena en el primer acto; o el pizzicato morbidísimo, pero al mismo tiempo cargado de intensidad, en el motivo del primer grupo de conjurados; o la extraordinaria introducción del acto cuarto, densa y reconcentrada), como en los que se pide un sonido brillante y vigoroso, como en los finales de actos, o en toda la escena inicial del segundo cuadro del acto tercero.
Decepcionante, en cambio, la propuesta de Michieletto. Hay algún momento puntual atractivo, como la mencionada escena de resonancias telúricas, o detalles generales en la gran escena de los conjurados, pero en conjunto resulta una producción fea y efectista, y lo que es peor, con muy poca sustancia.