Nacho y Ulysses: una servidora se ha metido en el foro para eso. Para dar su opinión sin aburrir ni molestar a nadie que no tenga esa idea de para qué sirve este enlace. Sin mayores pretensiones. Nada de censuras ni inquisiciones, estaría bueno, a estas alturas de la película. No me siento en posesión de certezas absolutas y quien se crea Charlton Heston bajando del Sinaí con las tablas de la ley hace el ridículo más espantoso: lamentablemente todavía quedan moiseses de esos y terminan siendo muy divertidos, más allá de su patetismo. Son la pimienta caducada del foro. Espero que sigan dando la tabarra porque sin ellos la cosa sería menos graciosa. Detectar a esos corazones solitarios cuya vida depende exclusivamente, las 25 horas del día, de controlar todas las líneas de este pasatiempo, sentando cátedra, tiene su punto, después de dar pena. ¡Cuánto se deben de aburrir en la vida! ¡Qué necesitados están de afecto! No me enrollo más: gracias, de verdad, por tomaros la molestia de hacerme llegar vuestra opinión de que os entretiene leer mis chorradas. Cambiando de tema, y haciendo memoria, me he dado cuenta de que olvidé citar por lo menos cuatro montajes clásicos del Tristán que no merecen el olvido, a su pesar. El de Willy Decker, el de Konwitschny, el de Pountney y el de Ruth Berghaus, fallecida en 1996. Pero tampoco me han convencido ninguno de los cuatro y debo decirlo. El de Konwitschny para la Bayerische, que vi en el 2008, no es despreciable, a pesar de ese barco tan así del acto I, en el que la nave va, incomprensiblemente, y la pareja brinda el filtro en un cóctel digno del club mediterranée, pobre Waltraud Meier. El que siento es el de Decker, un director de escena que me gusta mucho: su Peter Grimes me parece el mejor Peter Grimes que he visto, y su Ciudad Muerta es, yo creo que sin discusión, muy buena, entre otras producciones dignas de considerar. Pero su Tristán, que vi en Leipzig en junio de 2006, rodeada de coreanos futboleros de excursión al Mundial, es pobre de solemnidad, apoyado únicamente en los tics de autor de tan respetable director, pero insostenible, empezando por la pareja de amantes apretujados en una barquichuela en la que apenas caben, y encima, remando al viento. No entendí nada, al margen de la necesidad de volver a lucir esos paneles pintados tan bonitos que caracterizan sus montajes. El de Pountney, que vi en Colonia hace un par de años, era una risa: un decorado giratorio sembrado de artísticos escombros sin el menor sentido, digamos que porque se suponía abstracto, en el que los cantantes se veían obligados a mil y una acrobacias, saltando, corriendo y brincando entre obstáculos imposibles para coincidir en el momento oportuno en el sitio justo. Al final la gracia consistía en calcular si lo conseguirían. Toda la ópera en ese plan. Sí que lo conseguían y pensabas: ¡dios mío! ¿cuántos ensayos, disgustos, risas y huesos rotos les habrá costado semejante disparate del circo de Manolita? Pero el mejor, el más disparatado de todos, es el de Berghaus, con todos mis respetos hacia la difunta, que tuve la oportunidad de ver en Hamburgo en 2006. Lo suelen citar entre los montajes indispensables del Tristán y también tenía barquichuela ridícula, asimismo con remos, y una especie de planeta o satélite, no sé, enorme, con cráteres muy vistosos, que presidía todo el escenario. Era una cosa como cósmica, sublime, muy trascendente. De esa función conservo una anécdota impagable. En un momento dado, ya no recuerdo cuándo ni por qué, empezaba a salir humo por todas partes. Mucho humo. La cosa era cada vez más preocupante. El humo llegaba ya a las candilejas pero sin parar. Y rebosaba hasta el punto de inundar a la orquesta toda envuelta ya en una nube en la que resultaba, lo juro, imposible leer la partitura. El foso se convirtió en una especie de caldero humeante de las brujas de Macbeth, el maestro y los músicos seguían a lo suyo como si aquello fuese lo más natural del mundo, y a mí me dió tal ataque de risa que me fue imposible disimularlo. Tenía al lado a un señor, más bien circunspecto, que se contagió de mi juerga. Y los dos ya no sabíamos cómo contener la carcajada. Hicimos lo que pudimos para no montar un escándalo. Y acabado el acto, como queriendo justificar lo injustificable, va y me dice el señor: "Es que el montaje tiene ya unos cuantos años". Tenía razón, asentí, callé, y me fui a reirme yo sola con una copita de Riesling. Y luego aparentamos que no había pasado nada. Tengo una buena colección de montajes del Tristán en pueblos alemanes de segunda pero eso es ya otra historia. Vale por hoy.
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