El sr. Jourdain es el adorable papanatas que protagoniza “Le Bourgeois gentilhomme”, la inmortal obra de teatro de Molière sobre un adinerado ignorante que trata de obtener posición y cultura sin ningún criterio y a mero golpe de talonario, siendo así objeto de abuso y engaño por parte de sus “instructores”, para desesperación de su sensatísima mujer y de su hija enamorada. La obra se encuentra, sin duda, entre las más divertidas de Moliére, que no renuncia, por el irrefrenable humor de la obra, a realizar la amarga sátira que tan frecuentemente subyace en su obra. Más amable que el Tartufo y más divertida que el Enfermo Imaginario, El burgués gentilhombre es, en el fondo, tan profunda y significativa como cualquiera de las anteriores.
No es casual que el retrato snob de los promotores del arte que realiza El burgués gentilhombre inspirara a Strauss y Hofmannsthal (a raíz de una traducción al alemán que el segundo realizó de la obra original), pues ambos conocían muy bien qué cierto seguía siendo en 1912 lo que Molière había denunciado en 1670, en particular en el mundo de la ópera, mundo que ambos conocían muy bien y cuyas convenciones (y en ocasiones, directo conservadurismo) minusvaloraron en su momento la genial aportación de este par de genios a la lírica mundial.
Como consecuencia de un desarrollo que se explicará en su momento, el sr. Jourdain saltó a la ópera convertido en un alter ego anónimo: el dueño de la casa en que Ariadne auf Naxos va a ser representada, alguien sin nombre ni presencia física, un mecenas de quien, como única referencia, tenemos la cita que le dedica su mayordomo como “el hombre más rico de Viena”. Por eso, antes de empezar a hablar del Burgués Gentilhombre y de las versiones de 1912 y 1916 de Ariadne auf Naxos, quería plantear el siguiente tema: ¿ha muerto el sr. Jourdain? ¿Se terminó el papanatismo operístico? ¿O somos aún, siquiera en parte, el hombre más rico de Viena?
Sin duda, es una pregunta en términos relativos. La ópera, indudablemente, se ha democratizado. Hoy una entrada, una partitura o una grabación operística en CD o DVD son productos asequibles para el ciudadano medio. Además, la cantidad ingente de música que internet ha puesto a disposición de la generalidad es muy superior a la que había en las discotecas, incluso las más selectas, de una generación anterior a la nuestra. El aficionado contemporáneo empieza a tener dudas (las confiese o no, es otro tema) de si de verdad llegará a escuchar toda la música que se baja o se podría bajar. Y no sólo eso: internet ofrece también espacios de aprendizaje y de reflexión (este mismo foro, por ejemplo) donde la formación de un criterio musical se hace más fácil. Y sin duda la televisión y la radio han cumplido (y siguen cumpliendo) una excepcional labor de difusión. En suma, la ópera, hoy más que nunca, es de todos, y no un privilegio exclusivo de unos pocos.
Con todo, aún nos desenvolvemos en una afición donde quizá se mueve mucha chorrada y mucho rollo exclusivo. Tampoco es como para hacer un drama: la ópera es cultura y la mitomanía un pecado bastante confesable (quegli di noi che non peccò...). El que tiene miles de óperas completas en disco, o se conoce los teatros de media Europa de tanto ir y venir a escuchar a éste y al otro, o tiene contactos, amigos, conocidos, fotos, camerinos, etc., es muy afortunado y debe dársele la enhorabuena. El problema empieza cuando se empieza a hacer de menos a quien, por inexperiencia, por una organización distinta de su afición o por mero desinterés, no comparte ese ambiente. Y empezamos a darnos cierta importancia porque conocemos a los divos de turno (y el modo en que cantan resulta insignificante frente a la realidad de que nosotros los CONOCEMOS), o porque tenemos chopocientasmil versiones de lo mismo (¿quién puede oír 80 versiones distintas de una ópera sin acabar hasta el pitorro de la boina?), o porque tenemos una foto en la puerta de tal teatro de cuando fuimos al estreno de tal producción qué fue TAAAAAAN comentada (y que nosotros, a diferencia de cierto público reaccionario, de verdad supimos entender y valorar), y entradas para un teatro en la otra esquina del mundo para volver a ver la misma producción pero con otros comprimarios…
Si de verdad a veces somos así, siquiera en parte, de todo corazón, ¡ENHORABUENA! Ariadne auf Naxos, con su pomposísimo título mitológico y su ubicación temática en la cultura más clásica, resulta ser una parodia sutil y descarnada de la ópera y todo su mundo, y por eso, todo el que sea capaz de reírse un poco de sí mismo está invitado a la fiesta.
_________________ Die Wahrheit ist bei mir, Mandryka.
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