En La Vanguardia de ayer domingo se publicaba este artículo de Llàtzer Moix:
Fortissimo.
Llàtzer Moix
La lucha contra el ruido excesivo en el mundo laboral llega a las orquestas.
E1 martes asistí en el Konzerthaus de Viena a una versión de concierto de la belliniana I Capuleti e i Montecchi, con reparto de lujo. Lo encabezaba, en el papel de Giulietta, la diva rusa Anna Netrebko, embarazada como una ministra de Defensa, pero siempre coqueta y dueña de sus muchos recursos vocales y escénicos. Interpretando a Romeo, le dio réplica la mezzosoprano letona Erina Garanca, gélida y hermosa como una agente del KGB soñada por James Bond, y poseedora de otra enorme voz. Desde una localidad de primera fila, a dos metros de las cantantes, recibí sus notas de lucimiento como quien recibe un impacto mayor: los tímpanos me vibraron cual membrana de un altavoz a punto de reventar. Y debo decir que fuerón esos momentos en los que uno teme por su integridad física los más conmovedores de esta ópera, abrochada con ovación, bravos y flores.
De regreso a Barcelona, leí en el Herald Tribune que la era de experiencias sonoras extremas como la descrita podría estar tocando a su fin en el ámbito de la música clásica. La información se titulaba, elocuentemente, "¡Ojo con ese crescendo! La ley silencia las orquestas". Y hacía referencia a los efectos que una reciente normativa europea, que limita los ruidos en cualquier ámbito laboral, puede tener sobre las formaciones orquestales. De hecho, ya ha tenido varios. Sin ir más lejos, la Sinfónica de la Radio Bávara descartó una pieza de Feiler tras comprobar en los ensayos que producía más de 97 decibelios -lo mismo que un martillo neumático-, violando la ley y amenazando el oído de los profesores.
Ante el exceso sónico ahora perseguido, los directores disponen de dos opciones: ignorar la ley y arriesgarse a que los músicos sigan la senda de sus colegas rockeros -Pete Townshend, de The Who, está como una tapia- o bien respetarla y tocar más bajito (o permitir a los instrumentista usar tapones en las orejas o instalar pantallas absorbentes en el escenario o...). La solución, en cualquier caso no es sencilla.
En una reciente interpretación de la ópera Wozzeck, de Alban Berg, a cargo de la Sinfónica de Berna, el decibelímetro llegó a 120 en los ensayos. Los músicos pidieron tocar más bajo. Pero el director, amante del fortissímo, se negó. El día del concierto, los intérpretes le desobedecieron y él abandonó el podio, para escándalo de público y crítica.
¿Quién llevaba razón? Esta vez, uno tiende a apoyar al director. Las leyes están para respetarlas, pero también para adaptarlas e interpretarlas. Y esto, que vale en el árido campo del derecho administrativo, debería regir tam¬bién en las normas que afectan a lo artístico, donde la belleza se edifica sobre la riqueza de matices, contrastes y eventuales excesos. De acuerdo: la música puede ensordecer. Y la vida -eso está confirmado- acaba matando. Ahora bien... ¡quien quiere dejar de vivirla intensamente?
Nunca me había parado a pensar que los músicos de una orquesta están sometidos en ocasiones a niveles de intensidad sonora considerados como peligrosos para la salud (pérdida de audición, dolores de cabeza, transtornos del sueño,...).
¿Pasará algo? ¿Nos quedaremos sin Wozzeck? ¿Sonará Wozzeck más flojito?
PD1: los espectadores no debemos preocuparnos demasiado, el nivel sonoro que nos llega es mucho menor que el que oyen los músicos.
PD2: Señor Moix, un "decibelímetro" es un sonómetro.
_________________ Dies Augenzelt Von deinem Glanz Allein erhellt, O füll es ganz!
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