Mi primer recuerdo de Victoria me lleva al amanecer de los noventa. Perdido entre papeles viejos escondidos en un rincón del salón di con una foto de un blanco y negro hipnótico de cuyo hechizo no pude escapar en segundos. Victoria de los Ángeles, oí decir a mi madre. No olvido la ternura de aquella mirada que hundía en la nostalgia los preciosos ojos negros de la cantante, como si viera en lontana los episodios más felices de una vida hecha de una miel amarga. Si la foto cobrase vida, es posible que pronto cayese una lágrima que podría acariciar su propio dolor, oculto tras esa sonrisa tan humana, tan cálida, en realidad tan triste.
Pronto vino
El cant dels ocells. La voz de cristal de Victoria se perdía allí en el oleaje del mar que la vio nacer. Poco después, la emoción con su Suor Angelica, con su Mimì. Y hasta hoy, con todo lo que hizo.
Una mañana de enero, yo en un parque de Bilbao, Bends me envió un mensaje al móvil. No tenía texto, sólo la imagen de una cara triste. Miré al cielo, y vi que las nubes se abrían para dejar paso al ángel que subía. Evoqué entonces aquella mirada descubierta lustros atrás en el salón de mi casa, y entendí que era con ella como quería despedirse de todos nosotros. Muy pronto nos había dicho hasta siempre. Aquella era la mirada de su adiós.