Ahora va a resultar que Wagner era un universalista convencido y Alemania en el siglo XIX una tierra de paz.
Por favor, señores, si a ustedes les indigna (con razón) que se unan las composiciones de su músico favorito con las tinieblas del nazismo, no caigan en el mismo error e intenten presentar la contrafigura de un compositor angelical, dedicado a la filosófica contemplación y a promover la paz universal.
Estas son las palabras finales de Sachs (la traducción no es mía):
¡Tened cuidado, se ciernen
sobre nosotros grandes males!
Si el pueblo y el imperio alemanes,
decayeran bajo una extraña Majestad,
ningún príncipe velaría por su pueblo:
y modos de extranjera trivialidad
brotarían en la alemana tierra.
Nunca nadie sabría lo que es alemán
si no alentase del honor
de los maestros alemanes.
Os digo, pues, de nuevo:
¡Honrad a los maestros alemanes,
y conjuraréis a los buenos espíritus!
¡Y si os mostráis fiel a su influjo,
aunque se esfume como el humo
el Sacro Imperio Romano Germánico,
siempre existirá floreciente
el Sacro Reino del Arte Alemán!
Y si tenemos en cuenta la época, su sentido está clarísimo. Alentar el proceso de unificación alemana, bajo la égida de Prusia, estado militarista por naturaleza.
Evidentemente, nosotros contamos con la ventaja de saber cuál fue el resultado final de aquella unificación, y estoy convencido que los horrores de Verdún, y no digamos ya de Treblinka o Dachau, eran ajenos al espíritu con que Wagner y otros millones de alemanes contemplaban la creación del Segundo Reich. Pero no hace falta convertir al compositor en metrosexual, multiculturalista o miembro honorario de la Alianza de Civilizaciones. Además, no es creíble.