Sigfrido levanta su escudo para defenderse, pero no lo logra y cae pesadamente al suelo, mientras que estridente, fortísimo, se escucha su vigoroso leitmotiv, seguido de unos acordes terribles y violentos como la fuerza del héroe que se desploma.
Estos acordes, seguidos de un pavoroso estremecimiento en los contrabajos, dan no se sabe qué de siniestro y lúgubre a estos instantes, diríase que es la conmoción de aquellos varoniles corazones al presenciar tan inmensa desgracia.
Sigfrido intenta atacar a Hagen, pero sus fuerzas le abandonan y cae moribundo.
Gunther, acercándose, se agacha, profundamente dolorido, al lado de Sigfrido.
Los hombres rodean compasivamente al moribundo.
La orquesta toca el leitmotiv del despertar de Brunilda.
Sigfrido canta a la novia divina:
-“¡Despierta! ¡Abre tus ojos! ¿Quién te ha sumido de nuevo en sueños?
¿Quién te ató de nuevo al reposo? Ha venido quien ha de despertarte”-.
Desfallece. En sus últimas palabras recuerda, casi en éxtasis, a su amada Brunilda, la mujer sublime.
-“¡Respirar tu aliento!... ¡Oh, muerte suave...! ¡Brunilda me saluda amorosa...!”-y expira dulcemente.
Gunther escucha con asombro y angustia crecientes y empieza a comprender la pérfida maquinación del malvado Hagen.
Sigfrido fallece mientras cae la noche, pues cada vez que desaparece Sigfrido desaparece la luz del sol.
A una indicación de Gunther, los hombres alzan el cadáver de Sigfrido y lo llevan fuera lentamente en solemne cortejo por las rocosas alturas.
La luna asoma a través de las nubes e ilumina cada vez con mayor claridad al cortejo fúnebre, que alcanza las alturas montañosas.
Desde el Rin se ha levantado una niebla que llena poco a poco todo el escenario, por lo que la comitiva fúnebre se va volviendo gradualmente invisible hasta desaparecer.
La estructura musical de éste momento es interesantísima: aparecen al mismo tiempo todos los leitmotiven que durante cuatro jornadas se relacionan con la vida de Sigfrido.
Cuando expira el héroe, reina un imponente silencio que todavía aumenta un leve redoble de timbales pianísimo, sentimos todo el estupor de aquella muerte inaudita.
Después, como un lamento (lúgubres sones de las trompas y tubas), se eleva en la orquesta el triste leitmotiv de los amores contrariados de los padres de Sigfrido, los mellizos welsungos.
La muerte de Sigfrido es un momento de intenso dramatismo, que se expande en la magnilocuencia de la famosa Marcha Fúnebre de Sigfrido, admirable página sinfónica que une este episodio con el cuadro último.
Se escuchan unos acordes rudos, estridentes, ásperos, seguidos de un estremecimiento quejumbroso de los contrabajos que traducen la conmoción de éste dramático momento.
Toda la vida de los welsungos y del último de ellos queda aquí condensada por la diversidad de los leitmotiven que la caracterizaron, no ya en su primitivo aspecto, sino velados por un profundo y avasallador patetismo.
Este es el segundo interludio sinfónico que une al Primer Cuadro con el Segundo Cuadro del Tercer Acto, mientras los vasallos de Gunther conducen el cadáver del héroe hacia el palacio de Gibich.
La muerte del hombre que llegó a ser por la espontaneidad de sus actos “tesoro del mundo” significará el definitivo fraude de un orden y de una sociedad totalmente descompuestos.
En las últimas notas del fragmento se reconocen las trompas, el leitmotiv “heroico”, ahora en menor, lúgubre, expirante, desfallecido, roto, cual estertor de agonía.
En el cuadro segundo estamos en el palacio de Gunther.
Gutrune espera a Sigfrido con angustia y temor, porque los cazadores no regresan.
De pronto se oye la voz de Hagen, quien anuncia que el héroe ha sido víctima de un jabalí.
Entra el cortejo y Gutrune, desesperada, se precipita sobre los restos mortales de su esposo.
Gunther intenta consolarla, pero ella le acusa de haber dado muerte a Sigfrido.
-“¡Atrás -asesino! ¡Oh, dolor! ¡Socorro! ¡Han muerto a mi Sigfrido!”-
Su desesperación no tiene límites.
El rey Gunther revela que el asesino es Hagen, quien se jacta de su infame acción y exige que se le entregue el anillo de Sigfrido, orgulloso exclama:
-“Sí, yo he sido; vengué un perjurio y ahora reclamo mi botín; exijo ese anillo”-
Gunther se lo niega, diciendo que la sortija es herencia de Gutrune.
Entonces Gunther y Hagen pelean, Hagen atraviesa con su espada a su hermano y el rey guibichungo cae muerto. Gutrune grita con horror al caer Gunther.
Todos permanecen paralizados por el terror.
Hagen va a tomar el anillo del cadáver de Sigfrido, pero la mano de Sigfrido se levanta amenazadora.
Todos retroceden despavoridos, al tiempo que de la orquesta surge el leitmotiv de la espada victoriosa de Sigfrido.
Sigfrido tiene heredera legítima.
En ese momento aparece Brunilda, lenta y majestuosamente, aludiendo a su pasado de valkiria.
La muerte de Sigfrido le ha devuelto la videncia, que había perdido con el amor.
Ahora comprende claramente lo sucedido.
La traición fue efecto de la magia pérfida.
Gutrune, fuera de sí, le hecha en cara a Brunilda haber excitado a los guerreros para que mataran a su esposo, y tiene razón:
-“¡Brunilda! ¡La envidia te corroe! Tú nos trajiste esta tragedia, tú volviste a los hombres contra él. ¡Qué pena que vinieras a esta casa!”-
Brunilda le responde severamente:
-“¡Calla, desdichada, no fuiste sino su amante, su concubina, solamente yo fui su esposa legítima, a quien juró fidelidad eterna mucho antes de que Sigfrido te pusiera la vista encima!”-
Gutrune, sollozando, maldice de Hagen, quien la convenció de dar a Sigfrido el filtro del amor:
-“¡Maldito seas Hagen, por recomendarme aquella droga que le robó el marido! ¡Oh, que desgraciada soy! Ahora, de repente, lo entiendo todo. ¡Brunilda era la amada que el brebaje le hizo olvidar!...”-
Se aparta con repugnancia del cadáver de Sigfrido y llena de pesadumbre se deja caer sobre el cuerpo de Gunther, así permanecerá, inmóvil, hasta el final.
Hagen está de pié en el lateral opuesto, apoyado desafiante en su lanza y escudo, sumido en sombríos pensamientos.
Brunilda, sola en el centro; después de haber estado largo rato contemplando a Sigfrido, se vuelve ahora, con solemnidad hacia los súbditos de Gunther.
Brunilda ordena a los vasallos que eleven una pira a orillas del Rin, adornada por las mujeres con lienzos, ramajes y flores.
Están presentes, con presencia física o potencial, los sujetos y los símbolos del gigantesco drama: el fuego (la pira) y el agua (el Rin), Wotan en el Walhalla a lo lejos con la partida lanza entre las manos, el anillo del nibelungo, el yelmo, la espada, y como testigos los Cuervos de Wotan.
En ese momento se escucha en palpitantes acordes el leitmotiv del poder de los dioses, que es una transformación del leitmotiv de la lanza de Wotan, pero esta vez la escala menor ascendente se separa de su inversión, la escala menor descendente.
Brunilda queda absorta de nuevo en la contemplación del amado rostro del cadáver de Sigfrido. Sus facciones van, poco a poco, dulcificándose.
Nadie fue más noble ni más fiel ni más honesto que Sigfrido, nadie amó más que Brunilda. ¿Cómo pudo la mujer llegar a desear la muerte del hombre?
Wagner escribe:
-“Debemos aprender a morir en el más amplio sentido de la palabra… (…) El desenvolvimiento del poema muestra la necesidad de ceder y someterse al cambio, a la variabilidad, a la novedad eterna de la Naturaleza y de la Vida.
Wotan se eleva a la altura trágica de querer su propio aniquilamiento.
La Obra creadora de ésta voluntad suprema de aniquilarse a sí mismo es la conquista del hombre que no conoce el temor y que ama siempre: Sigfrido”.-
Tiernamente, Brunilda se despide de los restos mortales de Sigfrido, expresando cuán grande ha sido su amor y su sufrimiento.
La valkiria reconoce en Wotan, al único culpable de la catástrofe.
Todo es responsabilidad de la maldición que Alberich echó sobre Wotan cuando el rey de los dioses le robó su anillo de oro.
Brunilda proclama que la estirpe divina va a perecer, y dirige a Wotan su último saludo, responsabilizando a su padre de todo lo sucedido:
-“Era el más puro y me traicionó. Engañó a su esposa, pero permaneció leal a su amigo y de su amada, su única amiga, se separó con su espada. Jamás juró un hombre más sincero que él. Jamás un hombre más leal que él hizo un trato. Jamás un hombre más honesto que él llegó a enamorarse. Y sin embargo, traicionó todos sus juramentos y tratos, y traicionó a su más sincero amor: como nadie jamás ha traicionado. ¿Sabéis como ocurrió?”-
Mira hacia lo alto, y le habla a Wotan:
-“¡Oh, tú que tan solemnemente proteges los juramentos! Presta atención a mi dolor creciente. ¡Mira tu eterna culpabilidad! ¡Escucha mi queja, dios majestuoso! Con la más valiente de sus hazañas le involucraste en aquello que tú tanto deseabas y al hacerlo, provocaste tu propia ruina. ¡Yo tuve que ser traicionada por el más puro para que la sapiente se convirtiera en una mujer! ¿Que si sé lo que tú necesitas? Todo, todo, todo lo sé... ahora lo entiendo todo. Hasta puedo oíros a vosotros, Cuervos, moviendo las alas.
Ahora os enviaré a los dos a casa para que llevéis la noticia tan temida y deseada.
¡Descansa, descansa, tú, dios!”-
En estas palabras se halla el sentido de toda la acción del último drama de la Tetralogía. Brunilda cumple la voluntad de Wotan, no aquella voluntad primera de la conquista heroica del universo, sino su voluntad de aniquilar toda voluntad.
Al traicionarla Sigfrido, ella recupera el poder de sabiduría que había perdido al convertirse en mujer enamorada.
Corazón y entendimiento no son ahora más que una sola cosa, ya no existe lucha interna, el último héroe ha sucumbido, y la misma Brunilda no puede sino desear la muerte.
Es inútil que el verdadero protagonista del drama, Wotan, permanezca invisible durante El Ocaso, la música nos revela su alma con una intensidad y potencia persuasiva que superan toda descripción.
Brunilda dispone que los soldados coloquen el cadáver de Sigfrido sobre la pira.
Saca el anillo terrible del dedo rígido del cadáver de Sigfrido y lo contempla pensativamente, luego se lo pone.
Les ofrece a las Hijas del Rin que lo recuperen de entre las cenizas de su cuerpo para que cese la maldición, causa de tantos males:
-“¡Anillo maldito! ¡Terrible anillo! Cojo tu oro y ahora me deshago de él. A vosotras inteligentes hermanas de las profundidades, ninfas nadadoras, Hijas del Rin, os doy las gracias por vuestro buen consejo.
Os entregaré lo que tanto deseáis: ¡Cogedlo de entre mis cenizas! ¡Este fuego que me quema purificará al anillo de su maldición! Vosotras en el agua lo disolveréis y con cuidado protegeréis este oro brillante que tan vilmente os fuera robado”-
Ella quiere extinguirse en el fuego con el anillo puesto como alianza de bodas.
Al igual que en Tristan e Isolda, la muerte la unirá con Sigfrido.
Envía ahora a los Cuervos de su padre en vuelo de mortal retorno al Walhalla.
Les ordena que pasen junto a su roca y tomen con ellos a Loge.
-“¡Volad, cuervos y anunciad a Wotan lo que habéis visto! Decid también a
Loge que abandone la montaña de Brunilda y vaya al Walhalla”-
Invoca a Loge, el dios del fuego, para que las llamas, que han de consumir el cuerpo
de Sigfrido y el de ella misma, asciendan al Walhalla.
En la orquesta crepita y surge con inusitada brillantez el leitmotiv del fuego, que
se presenta con sonoridades cada vez más intensas.
El mundo va a redimirse por el amor, única fuente de felicidad.
Por la grandeza de ese amor ella se sacrificará junto al héroe querido.
Wagner nos quiere mostrar que no se halla la felicidad en las riquezas ni en el oro, ni en la magnificencia ni en el poderío, ni en los lazos con que nos atan traidores pactos, hipócritas costumbres, duras leyes, la dicha en la alegría y en el llanto sólo la trae el amor.
Se prepara el imponente final, conocido como “Inmolación de Brunilda”.
Ella misma prende fuego a la pira. Proclama una vez más su eterno amor a Sigfrido, y se lanza a las llamas, montada en su caballo Grane.
-“¡Yo te saludo, Grane, te llevo allí, en medio del fuego, donde resplandece tu señor!... También mi pecho siente su ardor y quema mi corazón ardiente fuego para abrazarle, desposarme con él, unirme a él con lazo eterno... ¡Sigfrido!...
¡Llena de alegría voy hacia ti!...”-
Se escucha el leitmotiv de Loge. La belleza y la magnitud de la expresión vocal y
la suntuosidad del comentario sinfónico, hacen de éste momento musical una página sublime y magnífica.
Si Alberich renegó del amor en aras del poder, al inicio del ciclo, Brunilda completa el círculo en su final, (simbolizado por el anillo y por la rueda de la que habla Erda) anunciando que el poder ha sido disuelto para mayor gloria del amor.
Finalmente se derrumba la pira y las llamas se extienden al palacio de Gibich, el fuego abraza también el castillo del Walhalla, la altiva morada de los dioses.
El Rin se desborda y las ninfas se aproximan, Hagen se arroja, desesperado, a la corriente en busca del anillo, pero las Hijas del Rin lo ahogan, a la vez que recuperan el oro.
Woglinde y Wellgunde lo arrastran a las profundidades de la vengativa corriente. Flosshilde sostiene el oro, de nuevo resplandeciente, entre sus manos.
El desbordamiento del río cubre la tierra y sobre el luminoso leitmotiv de la redención por el amor, la Humanidad es rescatada de la maldición que pesaba sobre el fulgurante oro del Rin, que ahora volverá a relucir en la quietud de sus profundidades.
El oro mágico libera al mundo del anatema, poniendo fin al reino de los dioses y de la fantasía.
Tanto el señor del mundo como las demás deidades refugiados en las desoladas alturas del palacio, esperan ahora el implacable final.
Todo el Walhalla es una gigantesca antorcha (fijaos como más tarde el cine utilizará éste estilo de final).
En escena vemos a Wotan, en lo alto, mudo.
A lo lejos parece incendiarse el cielo.
Arde el Walhalla y perecen los dioses.
Así se cumple la profecía de Erda, la sabia madre de la tierra, quien predijera a Wotan las fatídicas consecuencias de la posesión del anillo maldito.
Cuando Sigfrido, Brunilda, Hagen y todos los demás han desaparecido, he aquí que el héroe supremo de la tragedia, Wotan, se nos aparece de nuevo, "inmóvil, sentado en el elevado sitial, y sonriendo eternamente, una vez más, por última vez", mientras el incendio se extiende y los dioses, el Walhalla y el mismo Wotan, con todos sus sueños
y sus pensamientos, son consumidos por las llamas.
Y otra vez es aquí la música la que nos revela el alma sublime del dios, y lo que ella nos dice no podría ser traducido en palabras.
La enorme disposición por acumulación de leimotiven conductores, en la orquesta, se resuelve en el conocido leitmotiv de la redención por el amor, que cantó por primera vez Siglinde al conocer que llevaba en su seno la semilla de Siegmund.
El sacrificio del amor abre un interrogante de redención para la humanidad.
Luego, el río, sosegado, torna a su cauce.
La grandiosa escena final, la vibrante inmolación de Brunilda y el sublime postludio son un compendio y coronación de la magnitud épico-lírica de la Tetralogía.
Dioses y héroes perecen ante el inexorable poder del anatema que culminará con el aniquilamiento total.
La muerte inevitable pone fin a la raza divina.
Sigfrido, héroe humano vencedor del dragón, perece como víctima del odio y con su sacrificio precipita el final del mundo mítico.
El antiguo mundo, dominado por la voluntad de poder y la codicia, sucumbe cuando nace el nuevo mundo del amor y de la belleza.
De esta catástrofe renacerá luego una Humanidad purificada por el amor.
La acción de esta última jornada de “El Anillo del Nibelungo” es profunda
e intensamente humana.
Todo “El Ocaso de los dioses” es una sinfonía que nos describe la noche de la destrucción envolviendo con sus nubes, cada vez más sombrías, el alma de Wotan.
Queda aquí expuesto un permanente juego de tensiones que partiendo de lo irónicamente obvio en “El Oro del Rin” se enmaraña hasta lo enfermizo en “El Ocaso de los dioses”.
Si Alberich renegó del amor en aras del poder, al inicio del ciclo, Brunilda completa el círculo en su final anunciando que el poder ha sido disuelto para mayor gloria del amor.
El altruismo que supone el culto del amor y su consecuente conservación de la especie engendra la misma violencia que el egoísmo subyacente en el culto al poder y la resultante conservación del individuo.
Lo más evidente del remate sinfónico del Anillo es que se trata de una vasta recapitulación. .
Así como dijimos que al no resolver inmediatamente los acordes, (ver Hilo de Wagner) Wagner genera una expectativa en el oyente que desea la resolución, es en éste momento de El Anillo que los resuelve todos juntos.
Leimotiven relevantes, cadencias, tonalidades, fragmentos de formas y hasta detalles de orquestación regresan para resumir esta gran parábola de la existencia humana.
Es una conclusión épica en la acepción neta del término.
Wagner cierra con música pura el círculo de la tragedia doble de Wotan y Sigfrido.
La lógica ceremonial, el sentido de un final que era inevitable desde el principio, triunfa por sobre el movimiento cronológico.
El Anillo narra el Ocaso de los dioses y el nacimiento del hombre libre. Los dioses perecen por su propia voluntad de poder.
Han corrompido el mundo desde el principio, por cuanto no supieron reconciliar los dos principios fundamentales de la vida, el amor y el poder.
El final de El Anillo representa la sublimación mística de la Voluntad de de Poder en beneficio del auténtico Reino del Amor.
El orden antiguo es destruído y ahora el género humano puede comenzar un nuevo futuro glorioso basado en Humanidad y Amor en vez de codicia y poder.
Sobre el epílogo musical de “El Ocaso de los dioses” se levantará el mundo ideal del futuro, fruto de la redención de una humanidad rescatada por el milagro del Amor.
