Presento una crónica de la época del estreno, espero encontrar algunas más... (Fuente: Gallica.fr)
CRÓNICA MUSICAL ÓPERA: Thaïs, comedia lírica en tres actos y siete cuadros, del sr. Luis Gallet, según la novela del sr. Anatole France, música del señor Massenet.
El acontecimiento musical de la quincena que acaba de pasar ha sido la primera representación de Thaïs. Damos en primer lugar el análisis del libreto que ha editado el sr. Louis Gallet de la novela del sr. Anatole France, sin insistir más allá de la mesura sobre la sustitución que él ha creído deber hacer en los procesos de versificación generalmente adoptados, de una prosa calculada, dada a ritmo, de donde la rima no es sin embargo rigurosamente desterrada. Remarcamos por otra parte que la prosa dada en cadencia ya ha sido empleada por el señor Paul Milliet en la Cavalleria Rusticana y, más recientemente, por el sr. Alfred Ernst, en su traducción de los Maestros Cantores. Esta cuestión tiene, según nosotros, una importancia mediocre. Un buen libreto, rimado o no rimado, hace el rara avis que se descubre tan difícilmente y, en cuanto al uso de la prosa, es tan viejo como la música misma, ya que casi únicamente sobre la prosa es que todos los compositores, tanto los clásicos como los contemporáneos, tanto Mozart como Berlioz, han escrito su música religiosa.
La escena se sitúa en Egipto, en la época tan curiosa que marca, para los historiadores, la decadencia romana y la aurora de la era bizantina. Estamos, en el primer acto, en la Tebaida, y vemos, en la orilla del Nilo, las cabañas de los cenobitas. Ellos comparten una frugal comida que preside el viejo Palémon (Palémon en francés se puede traducir como anacoreta, un pueblo judío que comenzó a extenderse desde los principios del cristianismo y que se expandió durante los siglos II y III a causa de las persecuciones, refugiándose en la región de la Tebaida). Un lugar está vacío, el de Athanaël. Él pronto llega; vuelve de Alejandría donde ha encontrado a Thaïs, la maravillosa mimo, la deliciosa cortesana. La frívola población de Alejandría está a los pies de la mujer en quien creen ver la encarnación de la misma Afrodita. Athanaël, en su infancia, ha conocido a Thaïs. Él sueña con ir a arrancarla del mal, y de hacer, en la misma ocasión, cesar el escándalo al cual dan lugar los peligrosos encantos de su persona.
Estando solo, Athanaël está perturbado por la visión del teatro de Alejandría, donde Thaïs representa los amores de Venus. Despertado de ese sueño, el cenobita se decide a retomar el camino hacia la capital, para poner en ejecución su devoto deseo de conversión. En vano el viejo Palémon le aconseja permanecer en el desierto y le declara que es afortunado por emprender la lucha contra los demonios del mundo y del siglo. Athanaël cree escuchar la vocación del Espíritu. Se marcha.
El primer cuadro del segundo Acto representa la habitación de Nicias, un frívolo alejandrino consagrado al culto del placer y el cual en otro tiempo ha sido amigo de Athanaël. El monje se presenta y comunica a Nicias el proyecto que ha concebido para salvar a Thaïs y llevarla hacia Dios. Precisamente Nicias da, esa misma noche, un banquete en honor a Thaïs. Athanaël, para asistir a ese banquete, se deja vestir por las bellas esclavas que atienden a Nicias. Pronto está transformado en un hombre a la moda. Él idea, (¡oh, ingenuidad!) tomar así las armas del infierno, para vencer al mismo infierno.
Thaïs llega; Athanaël se presenta ante ella. Pero en este primer encuentro no obtiene éxito alguno. La loca sacerdotisa de Afrodita ríe por su austero lenguaje. El siguiente cuadro nos conduce a la residencia de Thaïs. Ella sueña, frente a su espejo, y busca persuadirse de que será siempre bella. Athanaël aparece nuevamente frente a ella. Esta vez, la cortesana está emocionada por el cuadro que le traza el acercamiento de la vejez de todo aquello que es carnal y de las puras sublimes voluptuosidades de la penitencia y del despojo. Thaïs está tocada por la gracia. El amor divino la inflama. Ella se convierte y renuncia al mundo. En el tercer cuadro del segundo acto, después de una nueva conversación con Athanaël, Thaïs se decide a seguirlo al desierto, donde él la pondrá en manos de las santas mujeres que forman una comunidad consagrada a la oración y a la reclusión. En vano, Nicias y sus amigos se burlan de Thaïs. Ella aparece en vestido de lana y con los cabellos deshechos; ella prende fuego a su casa, que fue por tanto tiempo el asilo de la lujuria. Luego parte con Athanaël. El tercer acto nos vuelve a llevar a la Tebaida. Volvemos a ver las cabañas de los cenobitas, en un aire iluminado donde pasa la amenaza de la tormenta. Athanaël, de vuelta después de veinte días, no es el mismo. Ha salvado a Thaïs, pero, él, se ha perdido. A partir de ahora, por un extraño viraje, él no sueña más que con las malditas voluptuosidades.
Una terrible visión se apodera de él. Todos los malos genios de la Tentación, de la Perdición, se presentan y vienen a desplegar bajo sus ojos los espejismos del oro, del placer, de la aberración brutal de sus sentidos. En vano, quiere resistir: el veneno se ha deslizado en sus venas. Está tentado, es culpable. El último cuadro nos muestra el jardín del monasterio de mujeres donde se ha refugiado Thaïs. Allí es que la cortesana, purificada y santificada, va a morir devotamente. Athanaël entra al monasterio; quiere ver a Thaïs, no para predicarle, sino, al contrario, para tentarla, para manifestarle el salvaje amor, apasionado, que se ha apoderado de su alma. Pero él cae como fulminado, agonizante no lejos de Thaïs, mientras que las compañeras de la pecadora convertida le lanzan la anatema.
(...) Aquello que, en Thaïs, ha, sin ninguna duda, seducido al sr. Massenet, es en primer lugar el encanto y el brillo del cuadro proporcionado por aquella brillante civilización alejandrina, por ese emocionante antagonismo del paganismo refinado y del cristianismo exagerado; es después el fondo mismo de la fábula, esta oposición entre el amor sensual y frívolo, y ese amor purificado que, más allá de las cosas pasajeras, se une a las cosas eternas.
En realidad, este tema presenta más inconvenientes que ventajas. Los dos héroes del drama son, en el fondo, dos “aislados” que, cada uno por su lado, ven representarse en ellos una tragedia interior, pero que, en algún momento, congenian en una crisis común y en un asedio recíproco. Semejante espectáculo es infinitamente menos interesante para el público que la pasión compartida, fundada sobre la elección exclusiva de dos seres el uno por el otro.
(...) El primer acto de Thaïs es un cuadro religioso de un rigor grave y discreto, y cuyo místico colorido está realizado por la ayuda de medios muy sobrios. El segundo acto se divide en tres cuadros. Hay elocuencia en el aria donde Athanaël denuncia a Alejandría, “la terrible ciudad”. El estreno tiene el poder. La escena del vestuario de Athanaël, transformado temporalmente en sibarita por las manos de las bellas esclavas de Nicias, da lugar a un cuarteto peripuesto y coqueto; es una encantadora página de estilo, de efecto mordaz e inesperado. En el largo fragmento sinfónico titulado “los amores de Afrodita”, se observará, en una parte del desarrollo, el empleo ingenioso del compás a cinco tiempos.
En el segundo cuadro de este mismo acto se sitúa el monólogo entristecido y fatigado de Thaïs, sola frente a su espejo. Se sabe que con aquella delicadeza del sr. Massenet, en sus obras, ha sabido describir las figuras de mujeres, Eve y Madeleine, Salomé, Sita, Chimène y Manon. Es de Manon sobre todo cuyo recuerdo se evoca para nosotros escuchando esa bonita aria de Thaïs. Señalamos también, para su indolencia insidiosa y tentadora, el muy breve fraseo con el cual Thaïs evoca a la Venus de Oriente. Señalaremos rápidamente, sin obligarse a un uso constante del motivo “conductor” o, por lo menos “recordado”, que el señor Massenet, en esta última obra, ha recurrido a diversas recuperaciones, ciertos proyectos melódicos que le sirven para establecer e iluminar las características y las situaciones.
En el entreacto de los Amores de Afrodita corresponde la meditación con violín principal, cuyo efecto completo no se presentará hasta el último cuadro cuando ella será retomada en la patética escena de la agonía de Thais.
El tercer acto nos vuelve a llevar a la Tebaida. Allí se encuentra el inútil ballet de la Tentación, suerte de imitación del "Sabbat" clásico de Fausto. La tentación es también (todo el mundo tiene ese recuerdo presente en el espíritu) el tema de uno de los más brillantes episodios de Robert le Diable, el que (...) sin duda a consecuencia de una simple omisión, no ha sido llevado a la lista de las obras de la cual se debe, en breve plazo, reconstruir los decorados destruidos por el reciente incendio.
(Uno) se ha divertido de ver en ese ballet de la Tentación al señor Delmas (Athanaël) hacer su debut de mimo e interpretar una larga escena donde, él, el impecable cantante, está reducido al silencio. El rol, por otra parte, a lo largo de la obra, hace el más grande honor al señor Delmas, que ha proporcionados sus preciosas calidades vocales al servicio de un sentimiento muy vivo y bien sostenido de la composición.
La señorita Sanderson, en Thaïs, se ha mostrado muy notable. Su voz ágil y nítida llega fácilmente a los Re y Mi b altissimos que conlleva el rol. Su belleza y su flexibilidad de actitudes hacen maravillas. Su ligero acento anglosajón no nos desagrada y, en el Egipto de Thaïs, nos hace presentir ya “el protectorado” británico que debía ejercer sobre esa bella tierra. El señor Alvarez hace resaltar el rol episódico de Nicias. El señor Delpouget amerita los elogios en el personaje de comparsa, el muy juicioso ermita Palémon. Las señoritas Héglon y Marcy son muy agradables y en los pequeños roles de ambas esclavas risueñas de Nicias. A la señorita Beauvais le toca algunos compases que componen todo el rol de la abadesa Albine. Citamos finalmente a la señorita Mauri que, en el ballet, simboliza “la Perdición”.
Revista de Arte Dramático, Tomo XXXIV, Abril-Junio 1894. Páginas 36 y siguientes. Traducción à la va-vite.
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