Bomarzo, hoy
“No hay tal plato fuerte. Bomarzo es tan inmoral como Rigoletto y más inocente que Salomé. Los que vayan a verlo deben descartar todo otro interés que no sea el de sus reales calidades de espectáculo y música”. Así aconsejaba el crítico Washington Roldán desde su columna del diario El País de Montevideo, al enterarse de la prohibición de Bomarzo en la Argentina, durante el gobierno de Onganía y su entorno, quienes, estimulados, es cierto, por los propios autores, creían ver sexo, violencia y alucinación hasta en su propia sopa. Así cayó del escenario del Colón, en la temporada 1967, la segunda ópera de Alberto Ginastera.
Lo cierto es que este Bomarzo, tanto en la novela original de Manuel Mujica Lainez, como en la ópera prohibida, hizo correr mucha tinta. Porque si la obra del escritor, publicada en 1962, mereció premios y juicios elogiosos, también soportó imputaciones tan duras como aquella que le enrostra la presencia de todos los lugares comunes, posibles e imposibles, acerca del Renacimiento. Con todo, la historia del giboso e impotente príncipe italiano ha servido para agregar nuevos enfoques sobre aquel bosque de piedra que encandiló a Alberto Moravia, ese parque de Bomarzo, en los alrededores de Viterbo, al que cualquier turista puede acceder hoy desde Roma, sin perder mucho tiempo, por la Autopista del Sol. Es que difícilmente pueda nadie quedar indiferente ante esos alucinantes grotteschi labrados en la roca, como un anticipo surrealista en pleno Renacimiento. Una razón, sin duda, que llevó a Dalí a la loca ocurrencia de pretender comprárselos al gobierno de Italia.
La indudable originalidad de la novela de Mujica Lainez, en la que, en primera persona, narra el autor las supuestas memorias de un hipotético descendiente de los Orsini, despertó el entusiasmo de Ginastera, siempre ávido, en aquellos años del Sesenta, de estímulos de agresivo modernismo. No es casual que la elección del tema y la composición de la obra se haya producido en los años en que capitaneaba el Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (Claem) del Di Tella, estimulado el músico, ya experto y seguro, por el fragor vanguardista y arrollador de sus jóvenes alumnos.
Tras haberse aproximado al personaje a través de una cantata, obra que conserva su individualidad en su estructura en seis partes, en la que intervienen recitante, barítono y una orquesta de cuerdas, Ginastera resolvió volver al mundo de Bomarzo cuando la Opera Society de Washington le encargó una nueva creación para la escena lírica. Para ello nada mejor que confiar el libreto al propio novelista, entre otras razones porque Ginastera y “Manucho” se conocían como compañeros en el seno de la Academia Nacional de Bellas Artes. Sin embargo, la relación entre ambos se estrechó durante las sabrosas maquinaciones en torno del deforme e impotente duque imaginado en medio de aquellas pétreas moles del jardín de Viterbo.
Convencido Ginastera de que el verdadero dramaturgo en una ópera es el compositor, el que debe sustentar la arquitectura de la obra y el sentido profundo de los símbolos psicológicos de los personajes, trazó su Bomarzo a través de las posibilidades del flash-back. A partir de aquí, pudo el músico ordenar las distintas secuencias imaginadas por el libretista, en torno de un psicópata que, según lo puso de manifiesto Roberto Oswald en su puesta en el Colón de 1984, estaba en conflicto con los valores sociales, humanos y teológicos de su tiempo. Es también Oswald quien descubre en Mujica Lainez a un profundo amante de la ópera, quien, en su libreto para Ginastera, rinde homenaje a los grandes personajes líricos, desde Tristán, Parsifal y Fausto, hasta Pelléas y Salomé, cuyos conflictos parecieran aflorar en diversos episodios de la obra.
En el comienzo del primero de los dos actos, Pier Francesco, el protagonista, asume su presentimiento de la muerte, pero también sus sueños y ambiciones de inmortalidad, mientras en el segundo cuadro del acto se inicia el racconto que da lugar al desfile retrospectivo de los hechos salientes de su vida: su niñez en medio de la crueldad de sus hermanos; las promesas de inmortalidad; la muerte de su padre; sus fantasías eróticas corporizadas en Pantasilea, la cortesana florentina; en Julia Farnese, su esposa a la que no llega nunca a poseer, y en su esclavo Abul, personaje mudo y supuestamente ambiguo, aunque a nadie le queden dudas de su real condición dentro de la historia; la imagen de Diana, la abuela, con la evocación de la osa ancestral, protectora de los Orsini, y la muerte de su hermano Girolamo; su coronación como duque de Bomarzo y, entre otros hechos relativos a su vida oculta, los anuncios de la proximidad de su fin, con lo que la historia se cierra circularmente sobre el cuadro inicial. Otra vez el mismo niño pastor escuchado al comienzo sobre el tema medieval del “lamento di Tristano”, con palabras que ahora adquieren su trágico sentido: “No me cambio, en mi pobreza, por el Duque de Bomarzo...” .
En su estructura interna, la ópera se divide en quince cuadros separados por interludios instrumentales, una idea que Ginastera, como tantos otros creadores del siglo, toma en préstamo de Pélleas et Mélisande de Debussy, y de Wozzeck y Lulú de Alban Berg, tal como ya lo había probado en su primera ópera, Don Rodrigo. En el planteo estrictamente musical, el material se ordena en torno de una serie básica dodecafónica, de la cual derivan las correspondientes a varios personajes y a los temas centrales de la permanencia, la muerte y su opuesto, la inmortalidad. Más allá de la ya añeja (para los años Sesenta) dodecafonía y del microtonalismo, Ginastera acude a procedimientos más a tono con la vanguardia, como la aleatoriedad, y, para la textura orquestal, a los clusters o racimos de sonidos, las “nubes” (sonidos producidos en forma aleatoria que quedan suspendidos en el aire y cambian lentamente de color y de forma) y las “constelaciones”, chispas de sonidos que estallan súbitamente y desaparecen de la misma manera.
“Si quieres saber de mí /te lo dirán unas piedras” canta el coro en estilo madrigalesco en el interludio duodécimo. Es el sentido último de la obra, en la que los monstruos del jardín de Bomarzo (el Minotauro, la Esfinge, la Boca del infierno, el Jano bifronte...) asumen la metáfora de la permanencia, de la eternidad, con una violencia que los autores buscan conjurar en aquella especialísima década de 1960.