Hace poco hablaba con un amigo de la ópera sobre mi evolución personal y mi gusto indisimulado por la ópera (quizás sería mejor decir las óperas) de los siglos XX y XXI y casi sin darme cuenta le conté algo relacionado con esta ópera.
Ha habido tres elementos que, casi sin querer, me empujaron a conocer la llamada ópera moderna: la primera, aquella retransmisión en la entonces Radio 2 que suponía el estreno de
Saint François d'Asisse, de Olivier Messiaen en Madrid, allá por finales de la década de los 80, con una prolija presentación de alguien a quien no recuero (¿pudo ser José Luis Pérez de Arteaga?) y mi posterior escucha en la retransmisión, que me dejó tan perplejo como interesado; la segunda fue a través del extrañadísimo boletín de Diverdi en el que leí una apasionada crítica sobre una grabación de Le gran macabro y su fervorosa recomendación. Quiso la casualidad que en la mitad de los 90 y en El Corte Inglés, de Bilbao, la encontrara, la comprara y, para mi aturdimiento general, la escuchara. Ya nada sería igual.
La tercera, a través de este foro y con esta ópera, con la posterior función en el Teatro de la Zarzuela, allá por 2009, donde descubrí el universo de Sciarrino. Lo cierto es que ahora es el mundo en el que más a gusto me siento. Pues eso.