Aprovecho el receso de la Pepa y la Manuela para añadir alguna tontería más a las que ya he dicho.
El punto de perfecto equilibrio (y en ese sentido, la verdadera edad de oro de la ópera, aunque no esté nada de moda decirlo) entre todas las cosas que han ascendido exponencialmente desde 1950 (fundamentalmente, la preparación musical y la "estetificación" de la ópera -cómo me encanta inventarme palabras-) y todas las que se han desplomado desde entonces (fundamentalmente, la cobertura del pasaje y la personalidad artística) fueron los años 70. Divos con arrolladora personalidad musical (y, aún, espléndida técnica), batutas que asumían los timones de las partituras y se comprendían mediadores entre la creación y el oyente (y no entre el divo y el oyente, a quien se debía dar una referencia armónica y no molestar, ni tampoco entre el escenario y el oyente), interés musicológico, integridad de partituras, democratización de la ópera mediante el LP, estética avanzada pero muy cuidadosa de no impedir ni sustituir el discurso musical, divas gordas y divas delgadas, público mucho más formado que veinte años antes y mucho menos instagr-sobreinformado que treinta después (y de una experiencia mucho más pausada del conocimiento de un título, mayormente por lo que costaban los LPs, lo que, si bien abría el riesgo del dogmatismo, cerraba absolutramente el de la superficialidad). Por eso, allá se maten distefanistas vs carsenistas por un palmo más de tierra, que mientras tenga mis discos en vivo de la Caballé y mis vídeos de la Scotto, a mí me la maravillosooooo todo lo demás. (El chiste lo conocen, verdad?)
Pero por la parte que me toca (porque, aunque no sea mi profesión, dedico muchas horas a la semana con muchas otras personas a hacer música y no toco precisamente la zambomba), hay una parte de mí que se rebela contra esto de la crisis de voces y la edad de hojalata. Porque, efectivamente, el pasaje cada vez se cubre peor y afloran, sobre todo en hombres, los sonidos leñosos, agudos descolocados, voces tragadas, musculares o tirantes, etc., y ello perjudica directamente el legato, que es la base fundamental de la ópera italiana y que hace padecer a la misma una crisis como no conocía desde que se puede grabar el sonido, y todo ello es trágico (como lo fue, por otro lado, la pérdida de la escuela francesa de fusionar imperceptiblemente la voz de pecho con la de cabeza, desde que un buen día alguien decidió -muy tenorilmente, por otro lado- que la cabeza no valía para nada). Pero hay un género musical que vive una edad no ya de oro, sino de platino iridiado de 3.000.000 kilates y ribetes de kryptonita: la música coral a capella. Europa (y el mundo) tienen hoy una cantidad ingente de espléndidos coros capaces de montar obras de una enorme complejidad musical con unos niveles de belleza, empaste, unión, matices, reguladores, brillantez, limpieza de sonido y (no menos importante) comunicatividad, inimaginables hace 15 años. Y ello también tiene su complejidad técnica-vocal, por la esencia grupal de esa experiencia artística y la necesidad de que todo suene sin que nada sobresalga. Es un mundo que tenemos tal privilegio de poder vivir que, desde luego, yo no estoy dispuesto a perdérmelo por el hecho de que cada vocal de Jonas Kaufmann esté en un sitio.
Finalmente, opino que la ausencia de grandes cantaoras de copla en la actualidad (que las que más han podido ya andan por los 60) es asemejable a la brutal resaca post-Rossini Renaissance que hemos vivdo recientemente, tras los fastos copleros de la generación de los 80 (con la diferencia de que a la copla le falta un Juan Diego Flórez capaz de maquillar un género entero y crear por sí solo la ilusión de que la crisis no es tal).
_________________ Die Wahrheit ist bei mir, Mandryka.
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