Probablemente sea Carsen, ahora mismo, mi director de escena favorito. Visualmente desde luego: algunas de sus imágenes son de una belleza arrebatadora, eso para empezar. No creo que Guth, que le pisa los talones por otros caminos muy diferentes, consiga ganarle ese puesto en mi caprichoso ranking de "registas" predilectos, veremos a ver con el tiempo. Pelly es muy bueno también, pero tampoco es lo mismo. Los tres trabajan mucho, mala cosa: corren rumores de que Pelly se va a tomar un año sabático. Los tres son "autores", en el sentido en el que se usaba esta palabra entre los cinéfilos de los años sesenta, con un estilo muy propio y definido, ajustado estrictamente a la fecha del estreno. Son autores contemporáneos, muy conscientes de que en el siglo XXI ya no tienen sentido aquellas bonitas telarañas al pie de la letra del libreto de Otto Schenk, por citar a la araña reina por excelencia. El estilo de Carsen se basa en una estricta economía de medios, con la que consigue expresar el sentido exacto de cada escena, de cada cuadro, de cada acto, o sea, de la ópera entera en cuestión. Sus elaboradas abstracciones me dejan con la boca abierta por su asombrosa claridad. Dos armas: máximo contenido con la mínima expresión (lo que persigue Loy sin encontrarlo) y un aplastante y afilado instinto teatral con el que domina hasta el más mínimo detalle de lo que se ve en escena. A veces, con soluciones visuales tan deslumbrantes, tan saturadas de talento, que no cabe más que decir. Sólo a Carsen se le puede ocurrir, por ejemplo, resolver la escena entre Blanche y su hermano, del Acto II de Diálogos de carmelitas, construyendo la celosía con la hilera de las monjas del convento, de las candilejas al foro, dividiendo el escenario en dos espacios infranqueables. Boca abierta. ¿Y qué decir de ese momento de la misma ópera en el que las masas atraviesan la escena lateralmente, dejando el convento literalmente patas arriba en un pis pas? ¿Cabe otra forma de dejar más claro lo que está pasando? Como Wilson, suele firmar también las luces de sus producciones, con la habitual colaboración de Peter Van Praet. El resultado, cuando no es directamente genial, nunca baja de la excelencia. Y si se trata de óperas que juegan al teatro dentro del teatro, entonces ya es el acabóse. Su Capriccio para la Ópéra de París en 2004 es obra maestra absoluta, más conseguida que su más reciente Ariadna en Naxos, disparando con las mismas armas: desnudando la escena hasta despojarla de todo artificio y ficción, mostrando las entrañas del teatro hasta extremos imposibles, impúdicos incluso. Por eso Strauss se ajusta tan bien a sus medidas. Nunca olvidaré ese impresionante final de Capriccio en el que llega a mostrar la pared del foro del inmenso Garnier en desnudo integral, y aunque se repita, esa escena final de su Ariadna en Naxos, tan bien comentada por Carestini, en la que el Compositor, tras haber asistido a la representación de su obra desde un lateral del proscenio y tras el cierre del telón a la italiana, consigue abrirlo para descubrirse solo en el centro de un negro y enorme escenario vacío, del que todo se ha evaporado como por encanto. ¿Cabe mejor definición del teatro y sus ficciones? ¿Cabe mejor manera de entender la angustia de Katia Kabanova que arrojarla a un frágil entramado de pasarelas acechadas por aguas amenazadoras? ¿O mejor manera de mostrar los ilusorios peligros de Alcina que distorsionando hasta el exceso la escala y las proporciones del decorado? De momento no, que yo sepa. Claro que amenaza con repetirse: el final de su Salomé plantea el mismo juego del desnudo sorprendente, al margen de la jugosa idea de partida, y sus escenarios vacíos, sus negros sobre negros, también terminan por solucionar funciones que, siendo estupendas, resultan carsenes fáciles. Por ejemplo, su Ifigenia para la ROH y el Real, o su Elektra para Florencia.
Podría llegarse a la conclusión de que el fuerte de Carsen no es precisamente el de las óperas más narrativas. No conozco su Mefistofele ni su Bohème, y ganas no me faltan, pero si de mí dependiera no le encargaría un Puccini. Su Tosca no es buena ni sus Cuentos de Hoffmann. Quiero decir que, de lo suyo, no me parece lo mejor: ya lo quisieran otros. Su Tetralogía de Colonia, sin ser en absoluto despreciable, no consigue ir muy allá. En su My Fair Lady de la temporada pasada del Châtelet cumplía con brillantez sobrada, pero lejos de su llamativo ingenio. Y sin embargo, el Carsen que prefiero, el que provocó mi definitiva llamada de atención sobre este director de escena, no puede ser más narrativo: su Rusalka de 2002 para la Ópera de París. Eso sí que es un despliegue de maravillas, a base de jugar con el espacio escénico de todas las maneras inimaginables. Simetrías inconcebibles, trucos visuales apabullantes, rupturas horizontales y verticales, planos imposibles, dominio absoluto de la caja oscura. Fantasía dura. Ya no sé si me encanta Rusalka por Dvorák o por Carsen.
Eso para empezar. Ni llevo listas, ni apunto récords, ni colecciono nada. Sólo me fío de mi casquivano instinto y de mi frágil memoria. Espero que refresquéis mis errores, carencias y olvidos.
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