
He empezado una tarea titánica: ver el Anillo de Boulez y Chéreau, el Jahrhundertring, o "Anillo del siglo".
Titánica, porque cada vez que uno ve/oye el Anillo necesita disponer de tiempo, y ganas. Las prisas no ayudan a disfrutar.
Todo wagneriano se encuentra, de algún modo u otro, con esta producción, debido a la impronta que estaba destinada a dejar: celebrar el centenario de El Anillo del Nibelungo, la mayor épica musical de Occidente. Yo mismo, en mi adolescencia, solamente vi El Ocaso, movido por la curiosidad. Cuando se filmó en vídeo, en 1980, no solamente acrecentó la leyenda de este montaje, sino que también, a niveles técnicos supuso un paso más adelante en la difusión de esta obra, a la altura de lo que significó la grabación del Anillo de Solti veinte años atrás. Y es que si la del maestro húngaro fue la primera versión completada en estudio y que estuvo disponible para el gran público, la de Boulez era la primera filmación de la tetralogía, lo que en aquél entonces, cuando comenzaba la era (la edad de oro, diría yo) de las transmisiones televisivas de ópera, suponía una tarea monumental nunca antes hecha. Más aún en óperas difíciles de montar y filmar como las wagnerianas. Eso se tradujo que, a inicios de los años 80, en plena era de la televisión, la epopeya wagneriana llegase a millones de personas. Nunca antes Wagner había sido seguido en vivo por tanta gente, y posiblemente, aunque lo hubiera deseado, desde luego no lo habría podido imaginar.
Qué puedo yo añadir que no se haya dicho ya sobre el montaje de 1976 de
Patrice Chéreau. La palabra novedad es algo que rodea no solo la filmación, sino también la producción. Wolfgang Wagner, en la decisión artística más arriesgada de su vida, llama para el acontecimiento del primer centenario de la obra, y del Festival de Bayreuth, al maestro Boulez, quien eligió a un joven director de escena con muy pocas nociones wagnerianas, pero desbordante de creatividad. Hasta entonces, los escándalos los habían dado Wieland Wagner y Götz Friedrich con su Tannhäuser de 1972. La ortodoxia wagneriana, ya descontenta de por sí desde 1951, cuando en el templo wagneriano empezaron a sustituirse las majestuosas producciones naturalistas, con vestuarios recargados, posiblemente no esperaba la revolución que ocurriría y cuya influencia sigue hasta el día de hoy. Era la primera vez que en Bayreuth, de forma abierta, se ambientaba la acción en una época moderna y no en la mitológica en la que la habían ambientado siempre, tanto en la época de telones de Wagner y su esposa, como en la de cartón piedra de Heinz Tietjen, y como en la minimalista de Wieland y Wolfgang, más centrada en la dramaturgia y la iluminación. Si además sumamos la nacionalidad francesa del equipo, la ira de los sectores más conservadores de Bayreuth y del mundo wagneriano estaba asegurada.
Peleas, boicots, amenazas de atentados, y según Spotts, rupturas de amistades y matrimonios, fueron la consecuencia más inmediata. Crítica y público no solo estaba atónita, sino también dividida. Las asociaciones wagnerianas de la época pedían destruir esta producción y financiar una nueva, en una labor que ellos aseguraban sería restauradora. Las transmisiones de radio también dan cuenta de los abucheos e interrupciones. Muchos cantantes no volvieron a participar en 1977. La orquesta se sublevó contra Boulez, pero Wolfgang Wagner impidió que dimitiera. Incluso Winifred Wagner ,desde la caverna, aseguraba que si vería a Chéreau, le mataría. Pero luego, a él mismo le reconocería que era mejor que una producción generara debate a que aburriera. Esta producción, junto al Tannhäuser de Friedrich, llevó el regietheater a la escena de Bayreuth y lo consagró allí. Nada volvería a ser lo mismo desde entonces. Y por eso, cuando en 1980 esta producción terminó, recibió una ovación de 90 minutos. Esta filmación extendería su influencia a generaciones de aficionados y artistas.
Chéreau ambienta la obra en un marco temporal que comienza con la época de su propia gestación, la de la Revolución Industrial, hasta el auge de los fascismos, que por desgracia se miraron en el nacionalismo del músico y que continúan parasitando su obra. Hoy en día este montaje sería completamente clásico y conservador, porque muchas de las cosas de la acción original de Wagner se reconocen pese al cambio de ambientación. No cabe duda de que esta lectura remarca el lado más político de la obra. Pero estamos en una obra, en la que lo importante no son las batallas, los dragones, las gestas heróicas, ya que estas se mencionan más que se ven, sino los sentimientos de los personajes, lo increíblemente humanos que nos resultan pese a ser tan lejanos por ser mitológicos, y las consecuencias de sus acciones. Estos dioses no son poderosos, sino frágiles, hipócritas, impulsivos y volubles, como los políticos de la época de Wagner, y de la nuestra. Del mismo modo los héroes, los enanos y los gigantes. El Anillo, esa sortija que no se ve, le da el título a la obra por las miserias que acarrea el ambicionarlo, más que el poder que emana de él. Esta producción se hace eco de todo esto. Pero, si en época de Wieland y Wolfgang esta obra se representaba desde la solemnidad que da la quietud, desde la importancia de las palabras, aquí acudimos a una intensidad escénica, que agita a los personajes, y que sintoniza con el público. Es una versión con un lenguaje cinematográfico, aunque esto es algo que Wagner anticiparía décadas antes de la invención de los Lumière.
El Oro del Rin es el prólogo de esta epopeya, y Chéreau lo trata con una crudeza y una intensidad que nos muestra la obra como nunca antes se había tratado. La primera escena es una presa hidráulica, en la que la niebla que de ella emerge evoca la profundidad del Rin. Alberich es un sucio vagabundo, un obrero borracho, que es seducido por unas hijas del Rin vestidas como prostitutas o cabareteras de can-can, algo en boga en el siglo XIX. El Oro no brilla desde el fondo del río, sino que aparece por una compuerta. El Walhalla no se ve completo, solo su monumental puerta neobarroca, incrustada en lo que se intuye un edificio industrial. Wotan y Fricka son dos aristócratas burgueses decimonónicos, pero Froh y Donner aparecen vestidos como dos fantoches del siglo anterior, desprovistos de vigor ante la fuerza bruta de los gigantes(porque aquí siguen apareciendo como gigantes), lo que el abandono de Freia se antoja total. De las alcantarillas aparece Loge, vestido de un siniestro, jorobado, narigudo funcionario dieciochesco. Que aparezca de las alcantarillas hace que sea un nexo con el Nibelheim, aquí un subterráneo, un barrio obrero, de paredes de ladrillos, al que nunca llega la luz del sol, donde hay suciedad y violencia, con Mime como un capataz desarrapado y empobrecido. La aparición de Erda como una figura misteriosa y con velo, con un vestuario en la línea de los que para este personaje llevó vestida Ernestine Schumann-Heink allá por 1910, es un guiño a la creencia en el esoterismo y lo sobrenatural que había en los círculos burgueses de la época. El final es aterrador, porque Loge no participa de la gloria de los Dioses, sino que le dice a Wotan lo que piensa de ellos, en su propia cara, y estos, aturdidos tras presenciar la muerte de Fasolt y tras oír las advertencias de las hijas del Rin, son forzados por Wotan a entrar en el Walhalla, mientras que Loge cierra él mismo el telón con una mirada cómplice al espectador: el fin de los dioses está cerca y él será un actor principal del mismo.
Mucho se ha hablado de la dirección rápida, impersonal de
Pierre Boulez. Sin embargo, no la encuentro así. El maestro tuvo que lidiar con comparaciones odiosas, y es que diez años atrás lo dirigió ni más ni menos que Karl Böhm, por no hablar de Knappertsbusch, Keilberth o Krauss en los años cincuenta. Boulez era el músico revolucionario que quería Wieland, para desproveer de pangermanismo la interpretación wagneriana. En el Oro su lectura es violenta, enérgica, y esa rapidez se traduce en hacer el drama más activo. Quizá sea la orquesta, o el sonido, pero la interpretación del preludio es poderosa, con el viento creando un sonido desde las profundidades. Boulez no da majestad a Wagner, lo hace dinámico y lo pone al servicio de la dramaturgia. Las cuerdas del preludio suenan magníficas. Y del mismo modo, durante la obra la orquesta tiene el sonido espectacular y violento que conviene al prólogo. Terrorífico el metal cuando Alberich maldice el oro o cuando se desciende al Nibelheim. Solo parece estar un poco menos refinada al final.
Si Boulez soportó comparaciones odiosas, más aún las sufriría el reparto, si tan solo una década atrás estaban Hotter, London, Neidlinger, Windgassen, Nilsson, Varnay, Greindl, Frick, Rysanek o King.
Donald McIntyre ha sufrido muchas críticas supuestamente por su mal cantado Wotan. Puede que su timbre leñoso y nasal, no resista comparación con Hans Hotter, pero no se le niega una gran voz, una proyección considerable, y un canto más refinado que por ejemplo James Morris. Y como actor representa al dios decadente.
Hermann Becht no es Gustav Neidlinger pero tiene una voz grave, y musicalmente es excelente pese que resulta un poco agudo para el personaje.
Hanna Schwarz es una Fricka excelente, con una voz más dramática que autoritaria, una presencia escénica femenina, sensual, y un timbre delicioso. Un joven
Siegfried Jerusalem interpreta a Froh, dandole vigor al corto personaje.
Martin Egel no es un mal Donner, pero sus limtaciones en el agudo en su momento más importante, el "He Da, He Do" son evidentes.
Ortrun Wenkel es una Erda cumplidora, y
Fritz Hübner es un buen Fafner, sin ser referencial. Pero las verdaderas estrellas de este reparto son tres: el excelente Mime de
Helmut Pampuch, que lo cantó en esta obra durante más de veinte años, el totémico Fasolt de
Matti Salminen, quien no solo da graves, sino que muestra su lado más humano al transmitir su amor por Freia en sus expresiones, trabajando en la fragilidad de tal bruto personaje; y el gran Loge de
Heinz Zednik. Zednik se encuentra aquí en la cúspide de su carrera, y es la gran estrella de este reparto. Vocalmente es impecable, con esa voz de spieltenor que canta y expresa el doble rasero del personaje, y ese timbre grotesco, heredero de Gerhard Stolze y Karl Laufkötter. Y a nivel actoral muestra lo maquiavélico, poco fiable y rastrero del personaje. Simplemente memorable. Notables las hijas el
Sobrecogedor, es el adjetivo que mejor define a este Oro. Las dos horas que dura la obra se pasan volando y lo dejan a uno pegado en la silla, y esta es una de las mejores lecturas que se hayan hecho de esta obra, ya que pone en vigencia toda la fuerza política, humana y dramática que rodea al prólogo y que no siempre pasa advertida al espectador.
Seguiremos con La Valquiria.
¡Ay que ver la que lió el personal cuando se hizo esta propuesta! No sabían los aficionados lo que iba a venir después. Con razón se dice: "otros vendrán que bueno me harán", pues eso.
de modo que siempre, siempre la tendré un poco sobre un pedestal. Recuerdo que fue en una retransmisión por la segunda cadena de Televisión Española, a finales de los 70 o principios de los 80. Era yo un chavalín, pero me dejó absolutamente impactado. ¡Qué recuerdos!