Discutíamos no hace mucho, a propósito de
La forza del destino, lo problemático de una obra que pretende abarcarlo todo, lo sublime y lo ridículo, lo eterno y lo insignificante, lo elevado y lo vulgar, todo a la vez presente y todo yuxtapuesto sin tintas medias, de una manera que no deja lugar a muchas dudas respecto de que la voluntad última de su autor era la de hacer presentes ante el espectador todos los colores y los sonidos que la realidad misma puede ofrecer. Al fin y al cabo, no todo es pureza y nobles sentimientos cuando uno se aventura a poner el pie en la calle.
Les troyens es, todavía de manera más extrema, otra de esas obras
totales, o con vocación de totales. Con sus dos partes tan contrastadas entre sí, y a su vez con los múltiples ambientes emocionales de su segunda parte, Berlioz lo ha dado todo, Virgilio shakespearizado y Shakespeare virgilizado, y nos ha dado un objeto que causa ilimitados asombro y maravilla.
Les Troyens no es, probablemente, una ópera perfecta, pero probablemente no lo intenta, y probablemente ni falta que le hace: los momentos conmovedores, en la música y en el libreto, son tantos y tan definitivos que, al menos en mi caso, me hacen ignorar las posibles debilidades que con ellos coexisten.
Esta es la grabación de las representaciones que se ofrecieron en el Chatelet en 2003, cuando en el Chatelet se hacía ópera en lugar de musicales. Sensacional la dirección de Gardiner y el colorido totalmente nuevo que otorga a la música de Berlioz. De esas interpretaciones que hacen no desear ya volver a escuchar la obra de ninguna otra manera. No me convence mucho en cambio, quizá por no haberla asimilado, la original solución que ofrece para el final, que diluye sin especial ganancia el dramatismo extremo de la resolución más habitual. En vivo, la Casandra de Antonacci no acabó de convencerme, pero aquí experimentada, es simplemente irresistible, y su manera de recitar el texto y de actuar el personaje, de las que dejan clavado al asiento. Graham es una Dido elegante y con la capacidad para distinguir los sucesivos momentos por los que va atravesando su personaje; el color no me parece el más seductor ni en conjunto es mi Dido preferida, pero la suya es una encarnación importante. Como Eneas comparece un tal Kunde, que a estas alturas ya ha quedado claro que es uno de los cuatro o cinco tenores realmente importantes de los últimos treinta años, y que resuelve el personaje con sensación de facilidad y dominio: admirable. Imponente y muy cuidado el equipo de secundarios (si es que puede considerárseles así), con un jovencísimo Tézier como Corebo. La puesta en escena de Kokkos me parece en conjunto una auténtica gozada, siguiendo en general el libreto de manera fiel (chirrían solo los griegos armados de innecesarias metralletas al final del segundo acto), con algunos momentos de gran belleza visual (la aparición del espectro de Héctor, la intimidad voluptuosa de los amantes en la noche al final del acto cuarto, o el pañuelo rojo de Dido, que cae sobre la escalera como un reguero de su sangre) y una dirección de actores minuciosa e intensa. Una grabación monumental de una obra monumental.