Lo primero, decir que me da mucho pudor escribir una crítica musical que luego, eventualmente, leerán profesionales del área, no siendo yo más que un simple auditor, que poco o nada sabe de teoría musical o de técnicas de canto. De modo que escribo desde este sentimiento, y del profundo respeto que tengo hacia el quehacer de los profesionales, los que, como cada uno en lo suyo, supongo asumirán con responsabilidad la tarea de presentar públicamente el fruto de su trabajo, y se exigirán al máximo, y con un espíritu autocrítico tal vez más duro que la propia critica del público.
Dicho esto, inicio la crónica.
Tenía las entradas compradas con anticipación, para ésta, la última función de la Temporada de Conciertos 2007 del Teatro Universidad de Concepción, de modo que había asegurado, para mi mujer, mi hija y yo, una inmejorable ubicación, en las primeras filas de Platea Alta, al centro del recinto, lugar donde la poco favorable acústica de la sala, da lo mejor de sí.
El día del evento, sábado de verano, radiante, se prestaba hasta para cometer la insensatez de asisitir con bermudas a la función
. El centro de Concepción, bullente e impregnado del espíritu navideño (fiebre de compras) propio de las fechas.
Llegamos al lugar con la debida anticipación, de modo que hasta me dí el tiempo de pasar por donde mi quiosquero habitual, que me esperaba con el ejemplar de la semana de la colección de "Los Clásicos de la Ópera, 400 años" (sí, la misma que salió con "El País", se vende acá junto a "El Mercurio"). Esta vez, la Lucía de Lammermoor, con Scotto - Pavarotti - Cappuccilli - Mollinari Pradelli. Luego, a comprar bolsas de papas fritas, y bebidas enlatadas, para amenizar la función.. (es broma, por supuesto
). Tuvimos el tiempo de ver entrar a los músicos, y ver llegar a los habitués penquistas de los espectáculos líricos. Ciudad pequeña, muchos conocidos, y los que no, igual terminan por hacerse familiares sus caras.
Abren las puertas, entramos, recibimos el programa y tomamos ubicación. La primera sorpresa: El programa incluye una hoja anexa, en la que se detalla el currículum de una soprano japonesa. Hemos de suponer que se trata de una cancelación de no tan última hora, puesto que hubo tiempo para imprimir buenamente, siguiendo la gráfica original y hasta con foto en color, la hoja respectiva. No se dió más informacion sobre el particular. El programa incluye, además, unas excelentes notas sobre la obra, a cargo de Felipe Elgueta Frontier. Detallada guía de audición para quien se acerca sin conocer particularmente la obra.
En el escenario: Cortinas abiertas y orquesta en pleno sobre el escenario. El podio preparado para recibir al director, escaños para el coro, y el lugar para los cuatro solistas, frente al director. Se instalan, sucesivamente, orquesta y coro; bajan las luces, voz en off que da la bienvenida, y hacen su aparición director y solistas, entre los entusiastas aplausos del respetable.
El director de origen israelí, y, según programa, director de la Sinfonietta de Israel en Beer Sheva, Doron Solomon, se presenta en un más que solemne, casi siniestro, traje negro cerrado, el que, junto a su calvicie, su delgadez, sus largos dedos me recuerdan la figura de... ejem... el Nosferatu de Murnau
Hay que consignar que para la pequeña orquesta, y el mínimo coro de la Universidad de Concepción, el Requiem de Verdi resulta tarea de titanes, y sé positivamente que había preocupación entre sus miembros, por la carencia del volumen necesario para cubrir los requerimientos de la obra. Baste consignar que ni siquiera se contaba con las 8 trompetas prescritas para el despertar de los muertos del Turba Mirum, carencia que fué compensada con la sorpresiva aparición de dos trompetistas desde el fondo de la platea, con el consiguiente espectáculo del maestro, a toda marcha, dirigiendo alternativamente hacia la orquesta y hacia el público las trompetas del juicio, que se escapaban notoriamente.
Visto de este modo, cumplir siquiera dignamente con la interpretación de una obra tan exigente, es ya de suyo, un logro digno de reconocimiento. Merecido aplauso, entonces, para Orquesta y Coro, aplauso que ciertamente se llevaron, pues la respuesta del público, al final de la obra, fué calurosa, y solistas, director de orquesta y de coro, debieron salir a escena 4 veces aún, antes de retirarse definitivamente.
En cuanto a los solitas, lo acostumbrado en nuestro escenario local: artistas de carrera en escenarios nacionales: Santiago, Temuco, Concepción (el tenor Luis Olivares, hemos tenido el gusto de escucharlo ya en varias ocasiones), y, en el mejor de los casos, con participaciones en escenarios argentinos.
Se inicia la obra, y espero ansioso el Kyrie, para escuchar la entrada de los solistas. La impresión inicial, la mezzosoprano María Isabel Vera, luce un molesto vibrato en los agudos, poco volumen, y un timbre más de soprano dramática que de mezzo. Una pena, con lo que me gustan a mí las mezzos
, y con las hermosuras que la obra destina a esta voz. Con la belleza de la voz no hay mucho que hacer, pero el volumen se afirma, cobra fuerza, y ya en el Liber Scriptus y el Lacrymosa, resulta solvente. Su mejor momento, el Lux Aeterna, donde las características de la pieza parecen acomodarle mucho mejor. El tenor, ya lo dije, voz conocida, correcta interpretación desde el inicio, hace, ni más ni menos, lo que se espera... cumple, en toda su extensión, no pierde notas, puede con los agudos, apoya, proyecta... pero no emociona, en una obra donde la emotividad conmueve, sobrecoge, arrasa...
Con temor escucho al Bajo-Barítono Homero Pérez-Miranda, enfrentar el Mors Stupebit, y me digo, como siga así, en el Confutatis Maledictis ya le vamos haciendo el Requiem a él... Pero no. El comienzo, carente de volumen y profundidad, fué mejorando notoriamente, y solventó, no sin esfuerzo (colorado se le veía al pobre) la exigente sentencia de los condenados. Lo mejor, su fuerza dramática, expresivo, conmovedor, impregnado cabalmente del dramatismo de los textos y la música.
Sorprendentemente, lo mejor de la jornada, con mucho, la soprano japonesa suplente Eiko Zenda. Ahí si había de todo, volumen, proyección, pianos, agudos y una fuerza dramática sobrecogedora, que se prodigó en el Libera Me, cerrando espléndidamente la interpretación general, y dejando una gratísima impresión final de conjunto. Merecidamente braveada por el público penquista, se llevó las palmas, junto al director Doron Solomon, que, con la escases de recursos ya consignada, pudo solventar las duras exigencias del Requiem verdiano.
En fin, grata tarde sabatina, con una presentación cuyo nivel se agradece desde la escases local, y, sin duda, magnífico cierre para la Temporada de Conciertos de este año.