FUNCIÓN DEL 4 DE MARZOExtraordinario espectáculo el que está ofreciendo estos días el Teatro Real. Y digo extraordinario por varios motivos: primero por el tema —siempre candente, siempre polémico, siempre conmovedor, siempre de actualidad, al tratarse de un hecho histórico cuyas consecuencias trascienden épocas, lugares geográficos específicos y momentos concretos para convertirse en algo que apela (y afecta) a la Humanidad en su conjunto—; en segundo lugar, por el empaque musical y dramático de la propia obra (una composición musical de enorme envergadura, profunda emoción y gran efectividad dramática); y en tercer y último por la magnífica puesta en escena, que merece (y mucho) ser destacada.
Pero antes de seguir, una precisión, para no llevarnos a engaño: aunque la obra se vista de nazismo y holocausto judío —aunque denuncie, y con fuerza, ambas atrocidades históricas—, de lo que realmente trata es de la crueldad, del amor, del perdón, y de la culpa en el ser humano. Y, ante todo, de dignidad. De ahí mi referencia a la Humanidad toda; y de ahí también mi convencimiento de que pocos espectadores puedan salir indemnes, o tal y como entraron al espectáculo, después de haberlo presenciado. Para conseguir ese efecto Medvedev y Weinberg construyeron una obra realmente profunda, conmovedora y de una crudeza inapelable que, sin embargo, jamás cae en la ñoñería o el sensacionalismo facilón; toda la crueldad y las situaciones dramáticas que uno puede imaginar cuando piensa en un campo de exterminio nazi (maltrato físico y psicológico, torturas, expolio de las víctimas, asesinato), aparecen tratados aquí, pero siempre con mesura, ironía desesperanzada y casi me atrevería a decir que hasta "buen gusto". Lo cual se explica, en buena medida, por el hecho de que, tanto la autora de la novela original en que se basa el libreto —la escritora polaca Zofia Posmysz—, como el propio Weinberg conocieron el horror de los campos de concentración alemanes; ella de modo directo, pues estuvo prisionera precisamente en Auschwitz y Ravensbrück, logrando sobrevivir a todo ello, y Weinberg porque perdió a la mayoría de su familia durante el Holocausto. Y aunque logró escapar de la muerte lo hizo para ir a parar (desde 1939) a otro infierno (el de la Unión Soviética de Josef Stalin), donde, a pesar de su valía y talento, llevó una vida bastante azarosa y de escaso reconocimiento, por causa de las persecuciones antisemitas y contra el formalismo musical que propició el psicópata soviético. Así es que nada más lejos de la intención de ambos autores el caer en sensiblerías y blandurrieces.
Parece evidente que la preocupación del compositor porque se entendiera absolutamente todo lo que cantan los intérpretes le empujó a componer una música que tiene mucho de camerística y que se reduce al mero acompañamiento en todos aquellos pasajes donde los solistas tienen cosas importantes que decir con su canto. Así, estos nunca se ven enfrentados al magma sonoro de la orquesta —que se desata en momento puntuales y dramáticamente significativos—, sino que siempre aparecen acompañados por un instrumento que juguetea con la línea melódica cantada. La partitura, además, tiene momentos realmente conmovedores, destacando la "saca" de Yvette (con su desgarrada y acongojante interpelación a no perdonar ni olvidar lo que allí está ocurriendo), el dúo amoroso entre Marta y Tadeusz, la intimista y evocadora canción rusa que interpreta Katja, hasta llegar al clímax de la obra que, en mi opinión, queda representado por la escena en que Tadeusz interpreta la bellísima
ciaccona de la Partita número 2 en Re menor, BWV 1004 de Johann Sebastian Bach y toda la orquesta acaba uniéndose a él, en un momento que acaba siendo realmente impactante y estremecedor para el espectador (hasta llegar al nudo en la garganta en mi caso). A través de ese gesto, el prisionero sabe que desafía al brutal comandante y es consciente de que, con ello, camina hacia una muerte que, de todas formas, tampoco habría podido evitar. Pero al actuar así deja constancia, en nombre de toda la Humanidad, de su integridad y dignidad como ser humano. La chacona, dice Matabosch en el artículo que encabeza el programa de mano de estas funciones, «se convierte [...] en metáfora de la rebelión de las almas, de la inquebrantable voluntad de no doblegarse espiritualmente, de heroísmo ante los criminales, de que ningún castigo físico va a lograr borrar la dignidad humana. En vez del vals inocuo favorito del comandante, Tadeusz, que había sido violinista antes de ingresar en el campo, lanza a la cara de los tiranos —sabiendo que firma su sentencia de muerte— un icono de la cultura alemana, la chacona de Bach» (pp. 18-19).
Excelente el plantel de solistas, con especial mención al Walter del tenor austríaco
Nikolai Schukoff y las Lisa y Marta de
Daveda Karanas y
Amanda Majeski, respectivamente. Muy meritoria y destacable, asimismo, la labor directorial de la lituana
Mirga Gražinytè-Tyla, que consigue una muy sólida interpretación de la Orquesta titular del Teatro Real, con una partitura que no forma parte del repertorio tradicional, pero que los maestros de la formación madrileña hacen suya con un altísimo nivel.
Por último querría destacar la magnífica puesta en escena de David Pountney, que también firma un interesante artículo en el citado programa de mano. Y querría hacerlo no sólo por la acertada solución que propone para representar los tres planos en los que transcurre la acción —el presente en el barco, el pasado en el campo de exterminio de Auschwitz y el un tanto intemporal del coro/público del teatro—, sino también, y sobre todo, por el escrupuloso respeto hacia las indicaciones dadas por el libretista, pues sabemos que esa concepción espacial tan acertada ya estaba en la mente del propio Medvedev, de modo que tanto Puntney como el escenógrafo Johann Engels se limitaron —y cito literalmente— a «seguir sus ideas con la mayor exactitud posible» (p. 20). Lo cierto es que todo cobra así un pleno sentido dramático y gestual: los personajes se mueven por el escenario y tienen un entorno con el que interactuar; hay mesas, sillas, vagones, puertas, raíles de tren, escaleras, y cuando el libreto habla de "cebolla", "rosa", o "violín", vemos que los personajes agarran una cebolla, una rosa y un violín. Y es en este punto donde yo querría elevar mi reivindicación de siempre: ¿por qué el respeto de los directores de escena hacia las indicaciones del libretista se da, casi siempre, en obras del repertorio contemporáneo, y no en las del tradicional? ¿Por qué aquí sí vemos uniformes nazis y de prisioneros cuando la acción se desarrolla en el campo de concentración; ropa de los años 50 cuando lo hace en ese período y objetos que responden a su nombre? ¿Por qué, sin embargo, cuando Don Giovanni habla de espada empuña una pistola, Cavaradossi va vestido con un gabán intemporal (en lugar de con una levita estilo imperio), Lohengrin subido a un coche y no a un cisne, y Wotan lleva gafas de sol, en lugar del parche que tapa su ojo? ¿Por qué, en definitiva, los
regisseurs tienen siempre la imperiosa necesidad de enmendarles la plana a los autores del repertorio más tradicional —reinterpretando sus instrucciones para meter, casi siempre con calzador, dramaturgias paralelas— y, sin embargo, no suelen hacer lo mismo en obras del repertorio contemporáneo? ¿Por qué esa falta de respeto, encubierta en una supuesta necesidad de "modernizar" unas obras que no necesitan actualización de ningún tipo? En fin...
Y concluyo: a los interesados en esta ópera y en el tema que trata, a quienes no consideran que resulta cansino y
demodé les aconsejo que vean (para ampliar información) este
magnífico vídeo de Gabriel Urrutia (que lleva a cabo una estupenda labor de divulgación operística en su canal de Youtube). Y también, por supuesto, la
charla que José Luis Téllez le ha dedicado en esa sección habitual de "Las charlas de Téllez", que tiene para el Teatro Real.