FUNCIÓN DE ESTRENO (9 de noviembre)Tenía bastantes ganas de escuchar esta obra de Moniuszko, por una razón doble y palmaria: primero porque se trata de una pieza rara e infrecuente, que no suele interpretarse fuera de Polonia; y segundo, porque ha pasado a la posteridad como la composición dramática que sirvió de fundamento para la creación de una ópera nacional en este país, dentro del movimiento generalizado que, en pro de tal objetivo, recorrió Europa durante el siglo XIX (y que, por desgracia, nunca llegó a cuajar en nuestra España de una manera concreta y con una obra realmente destacable). Pues bien, a pesar de las expectativas creadas debo confesar que he quedado algo decepcionado; y ello por varios motivos. El primero es que, a mi humilde entender, la composición se encuentra —por inspiración, propuesta estilística, innovación musical— bastante lejos de obras que perseguían la misma finalidad en otros países europeos como Alemania
(El cazador furtivo), Rusia
(Una vida por el zar, Ruslán y Liudmila), Bohemia
(La novia vendida), etc., y resultaron más innovadoras, circunstancia (entre otras) que les ha hecho asentarse con solidez en el repertorio internacional habitual. En este caso, nos hallamos ante una obra de factura claramente italiana —construida a base de números cerrados tradicionales (recitativos, arias,
concertanti, etc.), muy agradable de escuchar, con algunos momentos musicales ciertamente destacables (los monólogos de Halka y Jontek son realmente magníficos), pero que, en conjunto, tampoco dice mucho, ni sorprende por sus propuestas, más allá de la característica inclusión de melodías populares típicas del país (en este caso mazurkas y, ¡cómo no!, polonesas), que suelen ser habituales en este tipo de composición patriótica.
En segundo lugar he de referirme al hándicap del libreto. Tampoco es que esperase toparme con un gran fresco histórico —al estilo de lo que encontramos en la
Grand Opéra francesa, o en las obras de Mussorgsky, Rimski-Korsakov o Prokófiev, con escenas llenas de personajes y situaciones de gran intensidad dramática—, pero lo cierto es que está centrado en un incidente tan nimio y banal —joven y sufrida campesina (Halka), seducida por un rico noble que la deja embarazada (Janusz) y luego la abandona para casarse con otra mujer de mejor posición, acaba suicidándose, pese al amor que le profesa otro joven campesino (Jontek)—, que sorprende que consiguiera despertar el sentimiento nacional entre los polacos. Y no es porque la calidad argumental de buena parte de los libretos operísticos decimonónicos sea como para tirar cohetes, pero es que, en este caso, el libreto ofrece tan escaso margen para el desarrollo y progreso de situaciones dramáticas de entidad, para una mayor profundización en la psicología de los personajes, que le deja a uno sorprendido, defraudado y con la sensación de que algo se perdió por el camino. La explicación para entender lo que parece ser esta paradoja, que duda cabe, hay que buscarla en la sentimentalidad y en el contexto histórico en que fue estrenada la obra, con una Polonia ocupada por potencias imperiales extranjeras y sojuzgada por ello. En tal coyuntura, los pocos elementos que he señalado hubieron de ser más que suficientes para crear esa conciencia nacional en torno a la composición de Moniuszko de la que se habla y que se ha ido transmitiendo, generación tras generación, entre los polacos. Pero se me antojan demasiado escasos, poco representativos y, sobre todo, difícilmente asumibles para un espectador del siglo XXI que, como servidor, no se ha criado en Polonia. Seguramente una función escenificada habría paliado algo la decepción que experimenté, pues la versión en concierto no ayuda, precisamente, a hacer más llevadero el estatismo ya presente en el libreto. Aunque tampoco estoy muy seguro de ello. Pero pasemos ya a la parte musical de la velada.
Łukasz Borowicz dirigió, entusiasmado y orgulloso de presentar la obra fetiche de su país al público español, a una Orquesta Titular del Teatro Real que supo hacer frente a las necesidades (no demasiado complejas) de la partitura. El maestro polaco se mostró fogoso —en exceso, quizá— y sólido conocedor de una partitura que debe saberse de memoria. Al final de la función se le vio felicísimo.
Al margen de Borowicz, el gran triunfador de la noche —por estilo, medios y prestación— fue el tenor polaco
Piotr Beczala, bien conocido y admirado en el coliseo madrileño, que ha visitado con cierta frecuencia. En esta ocasión volvió a exhibir su hermoso instrumento —que tampoco ha perdido calidad, empaste y brillo, a pesar del repertorio, cada vez más pesado, que lleva incursionando desde hace algunos años— y ofreció toda una lección de canto, fraseo,
legato e intención a la hora de dar vida al joven y desesperado campesino que intenta salvar a Halka de su autodestrucción. Excelente prestación la del tenor polaco, que vuelve a confirmarse como una de las voces más importantes de su cuerda en la actualidad.
Muy interesante la soprano norteamericana
Corinne Winters, en la piel del rol titular. Voz muy lírica —casi de soprano ligera—, pero con buena proyección (aunque sufre en la zona aguda), que la cantante manejó con excelente gusto, inteligente despliegue de recursos técnicos, buen
legato y una intención dramática fuera de toda duda, como se vio en su aria final (la de la locura), de bastante dramatismo.
El bajo-barítono
Thomasz Konieczny —que también es famoso y polaco, como Beczala— me gustó mucho menos que aquél: voz enorme, cierto, pero atronadora, destemplada, desigual, excesivamente
cupa y cavernosa, de emisión trasera, hasta llegar casi al engolamiento, que casaba mal con la supuesta galanura y juventud que debe poseer el displicente y egoísta personaje que interpretaba. Construyó un Janusz falto de nobleza y de escasos matices. Muy por debajo, para mi gusto, de lo que esperaba de él.
El bajo ruso
Maxim Kuzmin-Karavaev dio vida a Stolnik, escudero o senescal del rey, padre de Zofia y futuro suegro de Janusz, aunque su voz —algo impersonal y demasiado blanquecina en la zona alta—, hizo que el personaje careciera de la autoridad y nobleza que se esperaría de un rol como el suyo, si nos atenemos a las habituales convenciones operísticas para este tipo de papeles. Correcto, en todo caso.
Y otro tanto podríamos decir del
resto del reparto, entre el que no destacaría especialmente a nadie. Si acaso una mención a la mezzo ucraniana
Olga Syniakova, cuyo papel tampoco ofrece especial lucimiento, pero en el que estuvo adecuada.
Un mención final para el coro, que volvió a brillar con luz propia en una obra que le concede protagonismo, aunque no tanto como en otras óperas de estas características.
A ver si programan
La mansión encantada (o
La casa embrujada, como quieren otros).