El domingo pasado volví a mi tierra.
Volví a la tierra que me vio nacer. A la tierra de mi madre, de mis abuelos, de mis bisabuelos, de mis tatarabuelos y de un número incontable de generaciones de Mandrykas.
Y ahí me reuní con unos cuantos como yo. Unos centenares de miles de los que hemos sido olvidados de forma constante y continua. Unos centenares de miles de los que hemos sido traicionados de forma persistente. Unos centenares de miles que al menos, por penúltima vez, quisimos decir que existimos y que tenemos voz, con la emoción de no sentirnos solos.
Por penúltima vez, antes de que me hagan extranjero en mi tierra. Antes de que me hagan apátrida. Y si eso sucede, a partir del día que fallezca mi madre, no volveré.
No sigo y no voy a entrar en terrenos espinosos. No voy a describir lo que siento por los pobres que ahí se quedan, entre ellos mis hermanos, ni por los que nos han llevado a esta situación. Sólo cuentan con mi lástima y mi desprecio alternativamente.
Y en una semana de Chaikovskis, por obra y gracia de un acuerdo entre teatros, con el 50% off me pude situar en mi butaca del Liceo, después de Herman y la dama, para ver un Eugene y darme cuenta de varias cosas, algunas por otro lado esperadas:
Que la orquesta del Liceo es bastante peor que la de Les Arts. Aunque mejor que otras veces, la sigo encontrando turbia, con unos metales muy flojos, chimpunera por momentos y despistada. No sé qué parte de culpa tendrá el batutero Josep Pons. Si le pregunto a Wotan, seguro que dice que mucha.
Que el coro del Liceo es mucho peor que el de Les Arts, y eso sí que me sorprendió un tanto por las bajas prestaciones del mismo. El final del primer cuadro del segundo acto, cuando tras la fiesta Onegin y Lenski se van a batir, donde todo tiene que estar cuidadosamente y hermosamente concertado, fue simplemente un desastre.
Parece ser que las funciones de streaming de Liceu + se han suspendido por desacuerdo con orquesta y coro por derechos audiovisuales. Manda güevos.
Que todas las puestas en escena de Christof Loy son iguales. Mismo minimalismo, mismo vestuario, mismas luces, misma gente que pasea por el escenario sin ningún propósito, mismo magreo indiscriminado entre los cantantes, el coro, los bailarines, los figurantes, y misma cuidada dirección de actores, dónde recae todo el peso.
A veces funciona y a veces no. Yo también vi el Schatzgräber berlinés y ahí funcionó. También vi un Don Pasquale Zuriqués no hace mucho, y también encajó. Pero en este Onegin, para mí, no funciona. Que Olga sea una casquivana ligera de remos a la que se calza el servicio delante de todos, que Onegin sea un salido, un golfo y un acosador digno de orden de alejamiento, que todos vayan retozando sobre las mesas (salvo Lenski) en la menor ocasión, mata gran parte del romanticismo inherente al relato de Pushkin y a la obra de Chaikovski. Además, no es creíble, que en una obra y una época en la que priman las apariencias, las reglas, el honor y la tradición, tanta frivolidad. Desaparece parte del encanto y sentido de la obra.
Lo de la resurrección de Lenski para bailar una conga al principio del tercer acto causa hilaridad y hay que anotarla como la chorrada imprescindible.
Como era la última función, no avisaré a los de las localidades impares de que hay gran parte de la función, como todo el final de la obra, de que sucede pegado a la pared lateral izquierda, haciendo imposible la visión de quienes tengan entradas impares y algo esquinadas. Los pobres andaban desencajándose el cuello intentando, vanamente, ver algo, cosa que cualquier regista al que le importe algo el público, debería evitar. Como era la última función, pues no aviso.
En cuanto a las voces, en general, mediocres.
Tatiana fue una normaloide Svetlana Aksenova. Nada bueno que reseñar. De hecho, ya me he olvidado de como canta. La descripción de Zerbinetto es bastante acertada.
Onegin fue el ínclito de Audun Iversen, al que no trago. Me destrozó un Albert en el Werther de Flórez en Zurich y también un Olivier del Capriccio straussiano en Chicago. Ni me gusta su voz, ni cómo actúa, ni me cae bien. Es un desaborío. Tirrias que va paseando uno por el mundo. Creo que, aunque hubiese estado perfecto, tampoco me hubiese gustado.
Todo lo contrario, voy a decir de Josep Bros. Es de mi quinta, es decir talludito, pero mantiene una voz con lustre, tiene elegancia, buen gusto y me encantó. Su Kuda, kuda, cuidadísimo y muy bien cantado. También aquí de acuerdo con Zerbinetto.
Olga fue Victoria Karkacheva, a la que tampoco voy a anotar nada especial que destacar.
A Liliana Nikiteanu, que la tengo muy vista, ya que es del ensemble zuriqués, y por ahí voy mucho, es una Larina que pasa sin pena ni gloria, como suele ser habitual en ella últimamente.
¿Y qué decir de la Filipievna de Elena Zilio? Todo lo contrario. Esta señora es un portento. Con su edad, conserva un chorro de voz y una capacidad interpretativa envidiable.
También me gustó el Triquet de Mikeldi Atxalandabaso. El bueno de Mikeldi tiene una gran voz, mucho mejor que la mayoría de tenorinos que campan por estos mundos, y si el físico le acompañase un poco más, lo tendríamos de solista en teatros de prestigio. Una pena.
No me entusiasmó el Gremin de Sam Carl. Con la maravillosa aria de lucimiento que Piotr Ilich le regaló, difícil es no llevarse un gran aplauso, y él se lo llevo, pero mezcló momentos de mérito con otros de apuro.
En fin, un día para el recuerdo, un día para la nostalgia, un día para la memoria. Aunque mucho más por lo acontecido por la mañana, que por la tarde.
Que Dios reparta suerte y justicia.
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