A una obra maestra de la cultura universal hay que acercarse con reverencia. A una obra que cambió la historia de la música, y como diría un contertulio barato, que fue un antes y un después, hay que acercarse con veneración. Al hay que acercarse con respeto. Pero sin miedo.
El único miedo puede ser, si acaso, a echarse una cabezadita, cosa posible y probable, ya que el metraje wagneriano es largo, y después de una dura semana de trabajo y varios madrugones, unidos a una torpe puesta en escena estática, estática y oscura, oscura, un jueves por la noche. En este caso, el miedo es cosa vana, tampoco es tan importante, ya que, al despertarse, aún quedan horas de ópera, a buen seguro que también les sucede a varios de los ahí asistentes, y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Con no contárselo a nadie luego, aparcao, que uno tiene un prestigio ganado con los años que mantener. En cualquier caso, no sucedió. Creo.
Después de muchos, demasiados años, de sequía wagneriana en Valencia, tras los años de vino y rosas, acudí al estreno de la vuelta de Wagner, de la vuelta de Tristán, esta vez sin Zubin Mehta, pero quizás por la espera, con un lleno absoluto de público e ilusión.
Tristán en escena, es un cesto de varios mimbres, pero el primero, fundamental, imprescindible, sobre el que se sustentan el resto, es una buena orquesta.
La orquesta del Palau, sin ser la Staatskapelle (mi último Tristán) es, a priori, una garantía, con la duda de la batuta de James Gaffigan.
Non ti preoccupare. Fue, de lejos, lo mejor de la noche. La densidad wagneriana, la suntuosidad armónica y el lirismo arrebatador, estuvieron ahí. Con miles de matices, con tensión emocional, con poderío cuando toca y recogimiento cuando se debe, con los silencios tan expresivos, Gaffigan condujo una gran interpretación. Tristán es apabullante y con Gaffigan lo fue. ¿Qué puede mejorarse? Por supuesto, pero al César lo que es del César y al maestro lo que es del maestro, gran interpretación. Mención especial al corno inglés, o, mejor dicho, a la corna inglesa, que salió a saludar por requerimiento del maestro.
La puesta en escena, ya conocida de Alex Ollé y la Fura, es una birria más de las que pueblan nuestros bosques y nuestros lagos. Un primer acto flojísimo, en el que no pasa nada de nada y el estatismo de la puesta en escena, oscura y sosa, lo hace plúmbeo y sólo lo salva Ricardo. El segundo acto sigue siendo malo y oscuro, pero menos que el primero, en una especie de emoticono con escaleras y proyecciones. El tercer acto es peor que el segundo y mejor que el primero, también aburrido y oscuro, salvo al final, en el Liebestod, en el que Ollé se despierta y hace algo encomiable para ganarse el sueldo, con un final luminoso y espectacular. Pero no deja, el conjunto, de ser una birria.
Las voces, en general mediocres. Mucho mejores ellos que ellas.
Tristán fue un correcto Stephen Gould, que salió vivo de la durísima experiencia. Es capaz, aún, de llegar a la audiencia con claridad y poderío. Aún se le nota con vigor, aunque los años no pasan en balde.
Isolde fue una floja Ricarda Merbeth, con voz sólo apreciable en el agudo, y no tanto. Sin el empaque requerido, sin la elegancia requerida y chillona. Se le aplaudió mucho porque el Liebestod es una música tan grande, tan emocionante, que, una vez más, el respetable confundió al compositor con el intérprete.
Brangäne fue una flojísima Claudia Mahnke. Con un vibrato desbocado y un timbre más bien feo, paseó por el escenario viva, mahnke pierda, perdida.
Muy aplaudido fue el Rey Marke de Ain Anger. Yo, sin embargo, no fui tan partidario. Vale que fue la voz más poderosa de la noche, que mandaba y retumbaba sobre los decibelios orquestales, pero la noté, también, con exceso de vibrato y desgastada.
Para mí, la mejor voz de la noche fue la del Kurwenal de Kostas Smoriginas, lituano con nombre de enfermedad venérea, que tiene una voz noble, rotunda y bien timbrada. Puede que algo trasera, pero convincente.
En fin, la magia de Tristán, la magia de Wagner, volvió a envolver la noche valenciana, y nos sacó de la añoranza gracias acierto de Jesús Iglesias. Y así hay que reconocérselo.
Ahora, ya sólo falta un poco de organización entre él y el resto de programadores patrios, que manda güevos que el Tristán valenciano coincida con el Tristán madrileño y que, ni una sola de las óperas de toda la temporada de Valencia, no se haya interpretado también esta temporada en otro teatro de nuestra querida España. Y no son tantos, leñe.
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