Madrid, en vísperas de Navidad, es una ciudad extraordinaria.
Miles de millones de personas fluyen por sus calles en una orgía desatada de compras e ilusión. Por la noche, millones de luces iluminan sus calles para disfrute y asombro de propios y extraños, mientras en la plaza de Oriente apenas se adivina la silueta del Palacio Real, falto de iluminación, para ahorrar energía.
Al mediodía, ríos de personas recorren las calles del centro en busca de una de sus espléndidas tabernas dónde se pueden disfrutar los más exquisitos manjares.
Arrastrado por esa multitud, moviéndome entre trompicones por la Cava Baja, chocando inevitablemente con transeúntes y, también hay que decirlo, entorpecido por vallas de obra, pude presenciar, y esto es verídico, una preciosa estampa navideña, propia de Charles Dickens. Una madre le decía a su hija de unos 8 años mientras se cruzaba, no sin dificultad, con nosotros, “¿no ves?, ya te lo decía, en Madrid hay mucha más gente que en Palencia”. Entrañable.
Un estreno en el Teatro Real de Madrid es un acontecimiento sideral, interplanetario.
Es un lugar en el que la magia se sucede en cantidad importante, como los coches con chófer que esperan al salir. Puede ocurrir que Ana Botella te salude como si de un amigo de toda la vida se tratase (¿a quién le recordaré?). Puede ocurrir que una adorable anciana, bravee sin rubor y con energía de adolescente a una soprano, al borde de la emergencia hospitalaria. Puede ocurrir que a mí me gusten mucho cosas que a los demás no les gustan tanto y puede ocurrir que a mí me desagraden cosas que otros aplauden sin pudor.
Esa platea de a más de 400 euros por localidad está tan llena como las ventas en una buena tarde de San Isidro, porque muchos van a que les vean y no a ver. Eso también sucede en otros teatros, pero aquí es, como casi todo, en superlativo. No tengo claro que esa parte social sea negativa, ya que muchos de los que por ahí pasean, se encargan de financiar la ópera para el resto de los mortales, sea desde sus poltronas políticas o de sus enormes cargos en enormes empresas. Y tanto las subvenciones como el mecenazgo, son necesarios.
No es que me gusten los estrenos. De hecho, no me gustan. Suelen ser las peores funciones puesto que son las que menos ensayadas, las que menos acopladas, en las que se dan más fallos. Pero era el único día que podía ir y también tiene su aquel, su magia el haber visto el día en que Sierra y Anduaga cantaron por primera vez los papeles por los que pasarán a la historia. O no.
Y no muy lejos de ahí, mientras tanto, sus señorías convertían la sedición en broma entre amigos y la malversación en esfuerzo loable por conseguir un bien común. ¡Cuánta miseria moral!
La Sonnambula es una obra maestra de orfebrería de ese genio que desapareció demasiado pronto, que fue Bellini. Es una filigrana de belleza inacabable y sucesivas melodías maravillosas desde el comienzo, hasta el final. Vincenzo, contó además con las mejores voces del momento y de la historia, para hacerles, a su medida y facultades, una partitura dificilísima, sólo apta para los más dotados. Y ahí nos encontramos su principal reto a la hora de programarla.
Pues las funciones de Madrid aportan grandes cosas, y alguna otra cosilla más pequeña.
El mayor mérito de la belleza presenciada la tiene, obviamente Bellini, y después la maravillosa Nadine Sierra. El mayor demérito de la algo soporífera función, la tiene Bárbara Lluch y en menor medida, también, el maestro Benini.
La puesta en escena de Bárbara Lluch me pareció aburridísima. Estática, sosa, sin dirección de actores y únicamente salvada por la entrega de Nadine y el buen hacer de Tagliavini y Rocío Pérez en la parte actoral.
En el primer acto, el coro está permanentemente presente, rodeando a los que ahí cantan, haciendo nada. Y en medio un pino. En el primer cuadro del segundo acto, más de lo mismo, pero el pino ya lo ha troceado una serradora de época. En el segundo acto, segunda escena, han construido, con esos maderos, una casa. Esta escena queda hermosísima por la belleza de la música y la voz de Nadine Sierra y es aceptable por la espectacularidad de la escena, entre lo circense y lo Got Talent. Pero, aparte de los que cantan, nadie hace nada, sólo miran.
Como no podía ser de otra manera, se insertaron algunos matices simbólicos de los que sólo entiende la regista y a quien ella se lo haya explicado, como los nueve bailarines que andaban molestando a la Sierra, o los garabatos en las sábanas colgadas.
También, cómo no, se musitó, levemente (que la valentía de la propuesta también brilló por su ausencia, ya que, si quieres lanzar un mensaje, ten los arrestos de lanzarlo alto y claro), parte de la ideología woke, nueva religión de obligado seguimiento. El bosque se destruye y la deforestación nos amenaza (aunque, para mí, no tendrá mejor destino un pino que el de ser parte de un hogar), los hombres somos agresivos y violadores y las mujeres son dulces y generosas. A pesar de todo, comulgo completamente con que Amina mande a esparragar a Elvino al final de la obra, un auténtico meapilas.
No basta con ser nieta de Nuria Espert, para saber hacer una buena puesta en escena, como no me basta a mí, ser nieto de mi abuela para hacer unas estupendas sopas mallorquinas.
La Orquesta, dirigida por un experto en la materia, Maurizio Benini, conocedor del paño y buen concertador, sonó bien, aunque con tiempos demasiado lentos en algunos momentos. La orquestación de la sonámbula no es la de Richard Strauss, muchas veces es un simple acompañamiento de voces con una trompa, una flauta o un pizzicato. Benini acompañó a las voces con cuidado, mimándolas, atento a ellas y la música sonó bella. Cierto que, en algunos momentos, como en “Ah! Non credea mirarti”, alargó el tempo muchísimo, pero ese manierismo tan criticado, que también hacía Lorin Maazel en sus últimos días, a mí a veces me gusta y me emociona. Y es que el manierismo, como dice un conocido mío, también tiene su belleza.
La triunfadora, sin duda de la noche fue la maravillosa Nadine Sierra. Voz bellísima, fiato inagotable, legatos preciosos, elegancia en las dinámicas, centro fornido, graves rotundos, agudos rutilantes, en fin, maravillosa. Además, entrega absoluta y credibilidad. Es maravillosa. Lejos de esa voz de jilguero tan presente en tantas Aminas, tiene carnosidad en la voz, claro oscuros bien definidos. Su voz no es de un volumen enorme, pero proyecta de forma suficiente y es tan bonito lo que hace, jugando con las dinámicas y el tempo, con los silencios, con los filados… Y lo cantaba por primera vez. Y además es guapa y simpática.
A mí, y tengo que discrepar de algunos, y coincidir, vaya por Dios, con Gino, Xabier Anduaga me gustó muy poco. Empezó fatal y su “Prendi, l’anel ti dono” fue desangelado. Harto me hallo de escucharlo, como portada del Ars Canendi de Reverter, cantado maravillosamente por Tito Schipa, no pude menos que sentir que lo que Anduaga cantó, fue otra cosa, otro animal. Intenta proyectar la voz en exceso y dotarla de un volumen innecesario, con unos ataques extraños, perdiendo el color y sacando una voz blanquecina y fría. Su son geloso, tampoco fue épico. En el concertante del final del primer acto mejoró, dotando de mucha más calidez y color a su voz. Bastante bien en el segundo acto en un “Ah! Perchè non posso odiarti”, este si, bien cantado, con gusto, con colores cálidos y bellos.
Interpretando, es sosete. Es muy joven, su canto es viril y puede mejorar mucho, aunque no sé si tanto elogio temprano, como a la selección española, le pasará factura. Está a años luz de Flórez y Camarena y lejos, incluso, de José Bros cuando cantaba el papel con la Gruberova. Claro que, si lo comparamos con Demuro, tenorino al que le he presenciado un Alfredo infame, es un fenómeno.
Roberto Tagliavini de Conde Rodolfo, con oficio, resolvió un papel en el rango de discreto.
Rocío Pérez de Lisa, con una voz mucho más ligera que Nadine, fue una agradable sorpresa, con un desempeño muy elogiable. Cierto que su aria del segundo acto, “De’ lieti auguri a voi son grata” es muy agradecida y yo creo que falló en alguna nota, pero se fue con valentía al sobreagudo que brilló y gustó por partes iguales.
Alessio fue el zaragozano Isaac Galán, al que recuerdo de su paso por el Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, y no ha mejorado.
Bueno, al final, salí encantado, tatareando las melodías bellinianas, acompañado de mi bellísima esposa, a una Plaza de Oriente en la penumbra, y rápidamente, nos dimos media vuelta, para sumergirnos en un bullicioso Madrid y perdernos, no muy lejos, entre tascas y tabernas, dónde dimos buena cuenta de, no por ya conocidas, menos agradables tapas.
Poco más se puede pedir a la vida.
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