Aún anonadado y quizás aturdido por el encomiable comunicado del Liceu, indignados ellos por el atropello a la Libertad de expresión que supuso la detención del macarra de mi pueblo, el mismo hijo de papá que lleva toda la vida abriéndose paso a palos, un matón que tiene acojonada a media Lérida (sobre todo en la universidad), y ha pateado, empujado y amenazado a muchos más de los que se atreven a hablar; sorprendido porque lo que debería ser un entidad cultural, se mete en lodazales (como también hacen otras entidades deportivas) y es ánimo y caldo de cultivo para desvalijadores por la libertad y apedreadores por la democracia, me decidí a retar al descanso dominical y me fui a ver un pequeño divertimento en vez de sestear convenientemente. He de reconocer, que se me escapaba una sonrisa al pensar que el Palau de la música catalana también se adhirió al comunicado por la repulsa al encarcelamiento del agresor rapero. Quien con niños se acuesta…apedreado se levanta.
La náusea se me ha apoderado, por eso, el ir a congraciarse con la humanidad oyendo música, de entre lo más elevado que el ser humano puede crear, es tan necesario, aunque sea una obra muy menor, concebida por el bueno de Manuel García como complemento y apoyo de sus clases de canto a sus alumnos parisinos.
Es una operita de cámara, acompañada tan sólo por un piano, olvidada y olvidable (no se sabe ni cuándo ni dónde se estrenó), que últimamente se ha representado en todas partes (Sevilla, Bilbao, Barcelona, Valencia) cuando tampoco da mucho de sí. Es un argumento absurdo, como de costumbre, con algún fragmento de música agradable. A mí no me parece tan rossiniana, me parece más bien clasicista y lo más rossiniano que le encuentro es el cuarteto del final.
La puesta en escena es la de Emilio Sagi que ha circulado por doquier. Estática, estática, con una montaña de sillas de multitud de modelos diferentes, paraíso de Drew Pritchard aunque no conserven la pátina y estén de un cursi lacado blanco. Nada cambia en el escenario en toda la obra, que discurre sin descanso para sufrimiento de vejigas, y extenuación del pianista, el excelente joven Carlos Sanchis, que no tuvo ni un segundo de descanso en la hora y media larga que duró la representación.
Las voces i-regulares.
La mejor la del tenor Jorge Franco que fue Gernando. De voz clara, ligera y luminosa, seguro en los agudos y eficaz en las agilidades.
La soprano Larisa Stefan que fue Constanza, ya nos interpretó a Clorinda en la pasada Cenerentola. Siguió sin convencerme. Con timbre poco agraciado, se escucha con algo de sufrimiento.
El barítono Oleh Lebdeyev (Enrico), ya fue muy malo en Il tutore burlato y a fecha de hoy no ha mejorado.
Y la mezzo Evgeniya Khomutova que fue Silvia, ya nos interpretó a Tisbe en la pasada Cenerentola también. Si ahí fue una mini voz, aquí hubo momentos en que su voz no traspasaba ni el piano en un teatro de dimensiones mínimas. Eso, si, la más guapa del evento.
Todos ellos del Centro de perfeccionamiento Plácido Domingo, dónde, o son pocos, o tiene enchufados como en ente de administración pública que se precie. Stefan, Lebdeyev y Khomutova, sin ser nada del otro jueves, nos los ponen sin descanso.
Saludos
|