Me disponía a ver Los cuentos de Hoffmann, una de mis óperas favoritas. Justo esa mañana había jugado al baloncesto con unos amigos, a los que he llevado al menos una vez a la ópera. Estuvimos un par de horas y acabé agotado. Mis números bastante discretos, cosa que achaqué al intenso viento. Por la tarde me dolía un poco el tendón del pie izquierdo, así que preferí subir al Paraíso en ascensor. Me sentí un poco traidor y desubicado, rodeado de gente mayor que necesitaba más que yo esta ayuda mecánica. Eternos esos minutos cuando la conciencia no está del todo limpia. Por supuesto, hubo de parar en todos los pisos, faltaría más. Abandono por fin el cisne de Lohengrin no translúcido con la mirada de desaprobación del los que aún quedaban, cojeando artificialmente para justificar mi decisión. Por fin me acomodo en mi asiento.
Empieza la función y al caballero de mi derecha parece que no le interesa mucho. Él es wagneriano y se convirtió a esta especie tras ver de pequeño El Señor de los Anillos, pero no la trilogía sino los dibujos animados. Este buen hombre, de poco más de 1,60 de estatura y voz de barítono, me dijo que la música es su pasión, y también la de tener hijos para formar un grupo musical o al menos un coro. Se puso a crearlos hasta quedarse secos él y su esposa. Siempre metódico, tenía bien claro cómo educarlos, ya que había aprendido de los errores de sus padres. Les ponía música a todas horas para acostumbrarlos desde su más tierna infancia. Tenía en total once, cinco varones, cinco chicas y un ser que no sabían qué era: lo adoptaron cuando tenía ya cuatro años y es sumamente tímido y pudoroso, tanto que aún no han podido verlo desnudo. Sin embargo, fueron descarriándose con los años, y su ilusión por formar una especie de Orfeón donostiarra se esfumó más rápido que Illarramendi como sustituto de Alonso. “Pues deportistas –pensó-: así tendrán y tendré un buen futuro”. Agua. Al final han sido médicos, científicos, escritores, catedráticos y otras profesiones inútiles. Así que ahora mata sus horas con su abnegada y arrugada esposa en el Teatro Real.
Descanso. Comienza lel segundo acto, el de Antonia. Ahora es la señora de mi izquierda la que me cuenta su vida, incentivada por mi estoicismo ante el interlocutor anterior, que por cierto ya no estaba y sí en su lugar otra persona. Tiene la buena señora una voz un poco chillona pero a nadie parece importarle. ¿Dónde están los chistadores profesionales cuando se les necesita? Se los tragó la tierra. Empieza a sacar esta señora un libro de viajes más largo que el catálogo de Don Giovanni. Le encanta viajar por todo el mundo y conocer países. Una de sus grandes satisfacciones fue la caída del Muro de Berlín y la Guerra de los Balcanes, ya que dio origen a un montón de países. Cada año se hace seis o siete viajes. El dinero no es problema. Su marido millonario murió de una intoxicación alimentaria por unas ladillas en mal estado. Quizás se explique por ello también su pasión por los animales. Tiene la costumbre de comprar/adoptar/robar una criatura en cada viaje. Se trajo una llama del Perú, un orangután de Uganda, un gallo de Portugal, una oveja de Escocia, un mono de Gibraltar y una nadadora de los ochenta de Alemania. Sus vecinos tiemblan ante la posibilidad de que vaya a Kenia. Me estaba enseñando las fotos de los pingüinos de Alaska cuando al cambiar de posición el cruce de piernas le doy un pequeño golpe y se le cae al patio de butacas el álbum. Sacó una liana de su bolso y bajó por ella. “Unos minutos de silencio –me dije–“, mientras la soprano intentaba cantar algo.
No doy crédito a lo que me ocurre. La persona que está a mi derecha, que no era la del primer acto porque ambas se habían cambiado para mejorar su visión, la emprende ahora conmigo en forma de una larga perorata, a lo Pessoa. ¿Para qué se cambia entonces? ¿Para darme la murga a mí? En fin. Es un chico de mi edad (por eso digo “chico” y no “señor”). Me cuenta con voz cascada por el tabaco su situación laboral, insostenible según él. Resulta que en su departamento es el más antiguo, gracias a lo cual cobra un 30% más que el resto; también tiene un buen horario, sólo por las mañanas, mientras sus compañeros trabajan también por la tarde. Tiene por ello un volumen de trabajo menor, adecuado a su jornada laboral. Tampoco tiene problemas para las vacaciones, disfruta de cinco días más que el resto y tiene prioridad para solicitarlas. Sin embargo, es el único que no puede teletrabajar, o sea, conectarse un par de días desde su casa y currar desde allí. “Telesofá”- me dice-, “eso es lo que tienen todos mis compañeros”. Me sigue contando que es una persona muy solidaria, atenta a las necesidades sociales y profundamente comprometida con la justicia y la igualdad de oportunidades. Por eso ha decidido, a raíz de la ópera, ir el lunes a hablar con su jefe y comentarle su disgusto ante los agravios comparativos que hay en su departamento. No puede callar por más tiempo, siente que ha de alzar la voz. “El lunes le digo a mi jefe que me conceda el teletrabajo, ¡hombre ya!”
Conclusión: salí del Real muy satisfecho por los Cuentos. Me gustan mucho, cada vez más. Los cantantes ni siquiera me molestaron a la hora de oír a mis compañeros de butaca. Repetiré.
_________________ Gran Duque de Seychelles.
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