Con estas representaciones de Rusalka se inaugura la temporada de Ópera en el Liceu. De manera inexplicable, dolorosa, lamentable, el teatro ha permanecido cerrado durante muchos meses, acaso durante todo el año, desde la última vez en que Juan Diego Flórez nos hizo llorar de placer y de felicidad con su Visconte di Sirval, aunque Gheorghiu, Frittoli o Radvanovsky lo reabriesen cada una de ellas por unos momentos. La sensación que queda es la del reencuentro con las cosas que son de verdad importantes, las cosas cuya ausencia impide en sentido estricto decir que se está vivo, aun cuando el organismo continúe ejecutando de manera refleja las funciones que se conocen como elementales. Algo así como lo que se sentirá el día en que el Madrid vuelva a jugar al fútbol.
Los largos meses de ensayos se perciben, ante todo, en la transfiguración experimentada por la orquesta, capaz hoy de plasmar, desde su modestia, toda la melancolía, el colorido y la vivacidad de la música de Dvorák, con momentos especialmente afortunados como el acompañamiento, lleno de poesía, al arioso o cantabile de Vodník en el acto segundo, el ballet del mismo acto o todo el tramo final de la obra, cerrado con un pianissimo que por una vez el público no se precipitó a aplastar. El maestro Davis no solamente ha hecho que el conjunto suene como no se le escuchaba desde los mejores días de Weigle (pienso por ejemplo en Die tote Stadt), sino que ha asegurado la fluidez de la narración, el apoyo a los cantantes y la diferenciación en el ambiente expresivo de cada una de las escenas.
En el reparto, destacaría ante todo a Groissböck y a Magee. El bajo, mucho más entonado, cálido y seguro que en su reciente Boris madrileño, aunque obviamente las exigencias de este rol no sean las mismas. La soprano, poseedora de ese instrumento pleno, rotundo, que me gusta especialmente. Un escalón por debajo, Vogt, cuyo timbre irreal puede convenir seguramente al personaje del Príncipe, pero que hoy sonó relativamente esforzado, inaudible en los graves, algo parco de vibración y de arrebato, algo inseguro en el dúo final. Nylund no posee un instrumento especialmente bello, pero gestiona con eficacia su rol; notables la canción a la luna y la parte final, en cambio un punto desabrida en el inicio del tercer acto. Komlósi llega, en sus exageraciones, a aproximarse peligrosamente a la vulgaridad.
Cualquier parecido entre (la literalidad de) el libreto de Kvapil y lo que se puede ver sobre la escena es pura y no buscada coincidencia. Al menos, en esta ocasión, la hoja del reparto refleja bien a las claras que lo ofrecido es la “versión de Stefan Herheim”. Quienes entiendan que Rusalka es un bonito cuento sobre el dulce amor de una inocente ondina, quienes esperen ver prados, lagos, saltarinas ninfas, se sentirán seguramente decepcionados e indignados. Quienes estén dispuestos a dejarse convencer de que Rusalka trata sobre la incomunicación de los seres humanos, sobre la manera en que basamos nuestras acciones en deseos que no somos capaces de confesarnos, pero a los que asignamos primacía sobre la realidad hasta el punto de ser ciegos a ella y de instrumentalizar a las otras personas en función de esos deseos, se sentirán seguramente identificados y acusados. Ni los unos ni los otros ni los de en medio podrán evitar ser arrollados por el deslumbrante espectáculo visual ideado por Herheim, en una narración con muchos niveles y opciones de lectura que no solamente incurre en todos los excesos posibles sino que se solaza en ellos, imposible de absorber de una sola vez en toda su exuberante sobreabundancia de ideas, pero que posee la rara virtud de no rebajarse (pese al enfoque escogido) a la provocación gratuita y sobre todo, la de fundarse en una lectura personalísima, pero a fin de cuentas extrañamente persuasiva, de la partitura.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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